Inicio / Cuenteros Locales / GIULIANO / VIDA, PASION Y MUERTES DE FIDEL MINA
Leyenda vallecaucana.
Luchando en vano por sofocar sus laboriosos jadeos y reptando más lentamente de lo que habría tolerado el sargento González, los cuatro reclutas del Batallón Pichincha que se habían desprendido del resto del pelotón descendieron la hondonada y sigilosamente, con los fusiles listos, rodearon la ominosa cabaña abandonada donde por fin habían logrado acorralar a Fidel Mina.
El aire enrarecido parecía pesar cada vez más en los pulmones y el cielo gris plomizo sobre el paraje yermo y desolado daba a la escena el perturbador aspecto de un paisaje de Gericault.
Nadie en su sano juicio osaba desafiar los misterios de esa región mefítica y agobiante con un vago y perenne odor a pedo químico y algarrobo mojado excepto el desjuiciado sargento González y el geóloco Uribe White que se la pasaba sacándole muestras de polvo y rocas para demostrar científicamente que esa tierra albergaba en sus profundidades los yacimientos de uranio más ricos del planeta.
Para los cuatro reclutas, sin embargo, las sobrecogedoras condiciones del ambiente no era más que otra manifestación de los poderes sobrenaturales de Fidel Mina.
Casi un cuarto de hora después llegó el sargento con el resto del pelotón mientras los cuatro reclutas discutían si al dispararle al fugitivo cerrarían los ojos para que en el instante de su muerte Fidel Mina no condenara sus almas a los tormentos del fuego eterno, según el poder diabólico que el Padre Polanco le había atribuido desde el púlpito en las misas dominicales.
A la cuenta de tres, siguiendo las instrucciones cuchicheadas por el sargento, dos reclutas echaron abajo la rústica puerta de guadua con violentos patadones perfectamente sincronizados y al irrumpir en la cabaña vieron como un gavilán que bajó de una de las traversas del techo de palmiche y salió volando raudamente por el estrecho ventanuco.
Con un horripilante graznido como de cuervo pativoltiado, helando la sangre en las venas de los reclutas que habían permanecido fuera de la cabaña el pajarraco se dirigió hacia la ladera y con un espeluznante aleteo de ave de mal agüero en un instante llegó al pico del cerro y se desvaneció en el aire aún antes de que se apagara el eco del graznido que retumbó estridentemente interrumpiendo el silencio absoluto y denso de la pradera.
Lívido de la ira y con los ojos desorbitados inyectados en sangre el sargento salió de la cabaña y encontró a todos los reclutas de rodillas rezando entre un coro de susurros plañideros y con una patada feroz derribó al recluta más cercano al umbral.
Era Ataúlfo Piraquive, quien cayó como fulminado a tierra. La pesada bota de dotación militar del sargento González le abrió una herida espantosa en el cráneo y todos los soldados se persignaron asustados al ver cómo la tierra sedienta sorbía la sangre que manaba profusamente de la herida.
CONTINUARA? |
Texto agregado el 06-06-2008, y leído por 249
visitantes. (3 votos)
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Lectores Opinan |
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06-06-2008 |
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Bien hecho, bien narado, me gustó. Ojala continue. gamalielvega |
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06-06-2008 |
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Excelente narrador, mejor cuento. Te felicito. peco |
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06-06-2008 |
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Si, por favor. Tu genialidad, erudición y buen oficio solo son superados por tu genialidad, erudición y buen oficio. 5* ZEPOL |
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