El agua corría con fuerza por los canales del río, formando surcos de violenta correntada, que arrastraba de vez en cuando, las ramas caídas de los sauces llorones que lo rodeaban. Al costado, una casa grande, dos habitantes: Celeste y su abuelo, 50 años de diferencia pero toda una vida en común.
Para Celeste, una joven de sólo 20 años, la vida en el bosque no era nada sencilla. Una pequeña solitaria y angustiada por esa posibilidad latente de libertad. Con constantes encuentros con la conciencia y la eternidad, encuentros que dieron a Celeste la posibilidad de ser dueña de si misma, porque como dicen por los campos del sur “en el mundo de los cuerpos es fácil que uno pueda naufragar a causa de otro, pero en lo espiritual uno no puede perecer sino por sí mismo”.
Hasta su vigésimo cumpleaños nuestra pequeña no tenía dudas de la dirección que le quería dar a su vida. Pero cuando cumplió 20 y su abuelo que era la única familia que tenía, enfermó; Celeste comenzó a sentir como de a poco su pequeño mundo de fantasía y tranquilidad se derrumbaba. Últimamente sentía, con el correr de los días, que el avance de la enfermedad la alejaba cada vez más de su abuelo. Ya no salían a caminar en los atardeceres naranjas del bosque, ni compartían largas partidas de canasta durante las siestas, todo había cambiado. Su abuelo parecía un ser desconocido, distinto; su cara ya no expresaba más que desaliento y tristeza.
Un día conversando con su abuelo, él comenzó a llorar luego de que Celeste comentó acerca de un episodio extraño que había oído respecto de unos mellizos que hace años atrás solían vivir por allí. Celeste desesperada corrió a la habitación en busca de pañuelos y tranquilizantes ya que por la avanzada edad de su abuelo y la enfermedad q lo atormentaba no eran recomendables esos exabruptos de humor.
Luego de un rato el abuelo comenzó a explicar a su pequeña compañera el porqué de la tristeza… En realidad uno de esos mellizos era él, que solía vivir con su madre y su padre en esta misma quinta de manzanas.
Celeste anonada no entendía por qué su abuelo le había ocultado por tanto tiempo de la existencia de su familia y Carlos, su abuelo, comenzó a explicarle que su madre era una persona muy fría y que su relación con ella no era la mejor. Con su hermano no compartían mucho, ya a los 40 años había comenzado su vida en la ciudad. Actualmente estaba muerto, se había suicidado durante la última dictadura militar. Y a medida que el abuelo lanzaba datos que hasta ese momento eran desconocidos para Celeste su rostro se iba transfigurando, su mirada se perdía y parecía que ya no conversaba con su nieta, que sólo monologueaba.
Luego de esta breve y enroscada explicación Carlos, el abuelo, comenzó a contar el último instante en que vio a su familia. Otra vez con los ojos empapados en lágrimas, empezó a describir como si fuera una foto el día en que su padre murió y el resto de su familia, es decir, su madre abandono definitivamente el hogar.
“Mi padre estaba recostado en la cama fría de hospital. El viejo de cabello blanco y tez morocha, mi padre, había muerto. Recostado sobre el colchón de resortes con los músculos tiesos, la cama un poco desarmada y las sábanas blancas que cubrían su cuerpo semidesnudo. Ese cuerpo robusto que tantas veces se había erguido frente a mí para marcarme el camino, para aconsejarme; y ahí estaba, indefenso y sin vida. Su mujer, mi madre, lloraba sentada en la silla de madera, lo miraba fijamente con la mano en la frente frunciendo el ceño. En la otra mano sostenía un pañuelo de puntillas negro, húmedo y arrugado, que había secado sus lágrimas por un largo rato. Era increíble ver a esa mujer tan fría y distante llorando, inmóvil, desgarrándose por dentro.”
Luego de un largo silencio continuó con su historia para hacer una última apreciación respecto de los mellizos, que tomados de la mano no emitían sonidos y observaban la situación atónitos. Después de esto el abuelo se durmió, con los músculos relajados como sosegado luego de una larga confesión católica.
Celeste salió al bosque. Se sentó en las raíces crecidas de un árbol y comenzó a pensar en la inmensidad de colores e imágenes que se atravesaban frente a sus ojos, como si la historia de su abuelo no hubiese sido más que una anécdota de viejas vivencias sin contenido. Pequeñas flores violetas crecían frente a ella, el rojo de los tomates de la huerta simulaban sangre derramada en el verde césped coloreado con hojas amarillas del otoño. El cielo azul, despejado, dejaba entrar ribetes de sol entre las pocas hojas verdes del árbol y como un rayo que atraviesa el cielo, luminosamente a Celeste se le abría el alma.
De repente se levantó de su asiento como empujada por una fuerza extraña y corrió hacia su casa, presintiendo que algo andaba mal. El abuelo no dormía había muerto.
Celeste, irónicamente se hecho a reír y carcajada de por medio pegaba un grito estruendoso y violento de dolor, hasta que finalmente se desplomó en el piso casi sin fuerzas. Ese piso frío de azulejos azules cielo. Sus piernas simulaban ser de trapo por su soltura y falta de rigidez, el pelo enmarañado y la mirada perdida como la de un psicópata elaborando su mejor plan. Con su vestido rojo contrastando con el piso azul. Celeste miraba el mundo pasar frente a ella pero parecía que para su cuerpo el mundo había dejado de girar. En ese momento triste tan lleno de locura, con algunas lágrimas de por medio, su cabeza desarrollaba ideas tan rápido que parecía que su cerebro iba a estallar.
Pero Celeste no lloraba ni se entristecía por la muerte de su abuelo, sino que la alteraba la libertad…. Esa posibilidad latente que había surgido en su vida a partir de la tragedia. Celeste no podía pensar solo reaccionaba por impulso.
Salió de la casa. Encendió el citroen amarillo y se echó a andar por la ruta, a su alrededor infinidad de carteles verdes le indican la posibilidad de desvío hacia un lado y otro del camino, un sinfín de oportunidades donde poder depositar su elección. Continuó su viaje… se detuvo en una estación de servicio. Tomó un café mientras miraba el noticiero… y ahí, la noticia que dio respuestas al girar del mundo: la guerrilla de la resistencia colombiana. Si la gente se mataba para hacer valer sus ideas, Celeste se iba a matar pero sólo porque sus ideas habían tomado su cuerpo. Sí sí, Celeste era solo idea, solo espíritu… no quedaba nada material en ella; pura reacción, inercia de tempestad.
Tomó un papel, un lápiz labial rojo y escribió desesperada… ME ROMPERAN LA CABEZA, MIS IDEAS NO! Salió por la puerta con el papel en la mano, la mirada perdida buscando quien sabe qué en la interminable continuidad de líneas blancas que marcaban el camino.
Subió al auto, aceleró con furia, aboyó el papel en su mano y tomó la iniciativa. Soltó el volante y un árbol marcó el final de su angustia, irónicamente uno de aquellos que habían acompañado sus sueños de niña y sus proyectos de adolescente. Celeste rompió su cabeza contra el cristal del auto, y con ella sus ideas y su vida.
Grotesca manera de entender la teoría del caos, donde el aleteo de una mariposa puede generar a pocos mtrs. de distancia un huracán. Así, Carlos, el viejo escondido detrás del silencio agitó el avispero, le cortó la cara de realidad a Celeste y la dejó sola con esa carga pesada de mundo. Pero ella no lo toleró, el huracán fue más fuerte, y se dejó desangrar hasta que las ideas comieron su esencia.
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