Aprender a tirarle finura a la soledad y al silencio. Hablar con los árboles, escuchar el bosque. Jugar con un perro y un pedazo de estopa, agradecer la compañía de la leña y el fuego. Ponerme lo que me falta y quitarme lo que me sobra. Pedirle a Dios que me enseñe a aprender lo que ahora soy sin compararme con lo que fui, es el arduo trabajo de mis días y mis noches en mi casa y mi vida en Pontezuela…
Salir a la noche y saludar el prado o las estrellas. Tener conciencia absoluta de la soledad para saber que no poso ni actúo para nadie, ni siquiera para mí mismo. Llegar a la certeza de asumir mi soledad sin quejumbres ni lloriqueos, cuando diaria y nochemente siento que nadie me está observando, pensando, necesitando o escuchando, tal vez ni siquiera Dios…
Que aparte de los cocuyos que rasgan la oscuridad y hacen rayas verdes sobre el fondo de la minúscula noche incandescente que portan alrededor de su luz, estoy solo conmigo mismo y nadie más. Solo, cuando voy de la cama al baño, del baño al estudio, del estudio a la cocina, de la cocina a los libros, de los libros a mis recuerdos, de mis recuerdos a la casa del sol poniente o naciente en la tierra de nadie. No sé a dónde ir con mi memoria, que ahora no sé si me trae de algún lugar o me lleva a alguna parte. Mi memoria, esa antigua e incomprendida máquina de olvidar, me deja parado y perplejo, mientras miro en silencio cómo van y vienen los pájaros inalcanzables de mis años idos, presentes y venideros, picoteando entre migajas la alegría y la miseria de mis días…
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