Martín Losantos había vivido siempre en la ciudad. Cuando Martín nació en el sucio hospital de "La piedad", la noche era clara. Una gran luna se alzaba por encima de las cabezas andantes de la gran calle Martos como si esta se tratara de una reina tiránica. Una bonita noche para salir del vientre húmedo de Paula, su madre.
Paula no se enteró en ningún momento del nacimiento de su hijo, tampoco de la sorpresa del doctor al verlo. Al día siguiente despertó, se levantó de la cama y se dirigió a la sala de neonatos. Una enfermera se acercó a ella y le dio un papel para identificar al niño, darle un nombre y una identidad. Pero antes vino el doctor Matías:
-Señora, me parece que debe ver a su hijo- Dijo el doctor.
-¿Tiene algo, le pasa algo?
-Verá... ha nacido con una deformidad en las orejas. Además, creemos que no responde ante los estímulos auditivos.
La madre quiso ver al niño, que descansaba con un manto tapando una parte de su cabeza, y lo alzó con cuidado. En vez de las orejas pequeñas y rojizas de un bebé, encontró en Martín dos pequeños muñones arrugados, con un agujerito en cada uno de ellos. Parecían dos quemaduras recientes infectadas, marcadas de la misma manera que un granjero marca al vacuno.
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Martín, pese a no oír la tele, disfrutaba viendo las imágenes cambiantes. Su mano derecha aguantaba una botella de vodka, tal como le gustaba a él. Vivía tranquilo en la cuarta planta del piso de apartamentos que su madre, antes de morir, había estado regentando. Se mantenía gracias a una pensión de invalidez que le daba tiempo libre y algo de dinero para comer y beber.
Se levantó de un pequeño salto para echar una meada y se miró al espejo. Su cara redonda era como un queso de bola. Grande y alto, parecía una pared de ladrillos. Llevaba siempre puesto un gorro, una prenda que al principio odiaba con toda su fuerza. Recordaba sus llantos cuando su madre le obligaba a ponérselo, pero gracias a los gorros descubrió que podía vivir una vida lejos de las miradas de los demás, que aunque aún le molestaban un poco, no le hacían sentir como un monstruo.
Los tenía de muchos colores. De colores vivos para los días de mayo, de colores fríos para el invierno. De grandes pompones, festivos; o quizás más formales. Para él, no había nada más sexy en el mundo que una buena mujer de curvas prominentes aderezada con un bonito sombrero, o quizás unas orejeras de las que quitan el hipo.
Pero realmente, a su parecer, no había nada que superara a su gorro preferido, uno que su madre encontró en un anticuario. Un bello gorro con orejeras de piel de lobo ruso que seguramente utilizó algún general durante la guerra fría, de un tono gris oscuro y un curioso olor. En el centro del sombrero se alzaba una pequeña estrella roja, de puntas doradas.
Cuando Martín se veía con él se sentía de izquierdas. Notaba en su cuerpo el bramor de la patria perdida del sombrero, el retumbar de los cañonazos en el suelo, la humedad de sus botas provocada por la sangre del campo de batalla. Caminaba por su casa con el brazo izquierdo en alto; con el puño cerrado mientras lo movía con vigor de un modo rítmico y acompasado. También lo llevaba puesto cuando iba al bar de putas de la calle Monseñor Augusto, cuando montaba a bellas muchachas eslavas de ojos azules y piel blanca, de culo respingón y pezones puntiagudos como balas de kalashnikov. Las carnes femeninas le hacían sentir fuerte; su pene erecto era una pequeña espada de carne que blandía en el interior de la divoska con absoluta maestría.
-¡El general ha llegado!- gritaban las muchachas del burdel al verle entrar por la puerta. Él gemía sonriente, sacaba un billete de buen calibre y lo dejaba encima de la mesa de la madame. Ellas reían y se abrazaban a Martín, no sin antes saludarle como si fueran soldados. A continuación se sentaba en los sofás, esperando su vodka y sus amantes.
De vez en cuando Martín pronunciaba alguna palabra en ruso, que aprendió de memoria leyendo los labios de Gorbachov en el famoso discurso que abrió las puertas del viejo comunismo. Y aunque no sabía que significaban, las gritaba con orgullo:
-¡Свобода, собака, я имею!- Y luego bebía un gran trago. Sus mejillas se ponían rojas como tomates. Y reía fuerte, reía de pura felicidad. De vez en cuando las putas le preguntaban por sus orejas y él, siempre misterioso, respondía en un papel:
-Herida guerra luchando en обещаемая земля. Muchos años pasar.
Le gustaba hacerse pasar por ruso aunque María, que era rusa de nacimiento, sabía que las palabras que decía eran, además de pocas, sueltas y sin sentido. A pesar de eso ella le seguía el juego, fingía y le preguntaba por los Urales, por el fuerte olor del Mar Caspio, por Moscú y por la joya del norte; la bonita San Petesburgo. Al oír esto se sentía importante, respiraba hondo y reescribía bellos versos de Tolstoi recordando la bella tierra. Y le lloraban los ojos. Cuando se recuperaba de esos falsos estallidos emocionales se levantaba y bailaba con María un apretado Kalinka. Le besaba el cuello, luego la llevaba cogida en brazos hasta la cama. Martín se tambaleaba un poco, pero nada es lo suficientemente importante para conseguir retener a un falso veterano comunista con honores. |