Con la respiración entrecortada Joaquín llego por fin a la cima de aquel médano de arena que había estado bloqueando su visión durante horas. Las preguntas “¿Cómo demonios llegué a este maldito lugar?” o “¿Qué debo hacer para salir?” habían quedado sin respuesta y kilómetros atrás en su viaje hacia la nada.
Una vez recompuesto de la larga y agotadora subida solo esperaba ver algún oasis o una carretera que lo sacara del desierto. La historia en este punto se cuenta sola: más desierto.
Lo más extraño era que la sed podía soportarla (no así el abrazante calor), pero el aire espeso y ardiente parecía quemar las entrañas de Joaquín, le costaba respirar, no encontraba diferencia entre lo que exhalaba y lo que aspiraba.
Sus labios, ya cuarteados por los insanos rayos solares que no dejaban de acribillarlo, ardían como el mismísimo infierno. Con la piel ampollada siguió su camino sin rendirse al sonido incesante de los buitres que pululaban en su espacio aéreo.
Al cabo de unas horas se percató de algo muy extraño, en las arenas vírgenes de aquella aparente infinita extensión geográfica, pudo divisar unas huellas a lo lejos que si bien no eran un oasis ciertamente eran una señal. Él siempre había caminado en dirección al sol, con lo cual no podrían ser las suyas así es que había alguien más en ese desierto, al menos eso interpretó Joaquín que comenzó a seguir el misterioso rastro que le daba esperanza.
A lo lejos y con una lupa estaba el demonio observándolo, riendo a carcajadas de aquel político corrupto que cumplía una eterna condena en una diminuta bola de arena similar a un planeta.