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Lucía hizo la llamada telefónica desde su dormitorio. Eran poco menos de las siete de la mañana y aquel miércoles había amanecido sin ninguna señal especial. Al colgar el teléfono, todavía mantenía la serenidad; la trepidación comenzó cuando le dijo a su esposo: “mi amor, el doctor dice que salgamos ya para la clínica… Que como es el octavo parto todo puede ser muy rápido”.

Miguel y Lucía tenían siete hijos, todos varones. Sus edades oscilaban entre los dieciocho y los dos años, distribuidos como las inflexiones de un osciloscopio que mide la frecuencia cardiaca de un moribundo, al comienzo muy seguidas y luego más distanciadas: 18,17,16,14, 9, 6, 2… Sólo luces azules en la sala de parto.

El sistema de bombillas azules y rosadas que avisaba a los parientes el sexo del recién nacido estaba siendo desplazado por el ecosonograma; pero aún el nuevo invento médico no estaba perfeccionado. El ecosonograma había predicho que Alvaro, el menor, sería una niña. ¡Nunca se puede confiar en la tecnología!

Mis papás salieron de inmediato hacia la clínica. Como una o dos horas después, mis abuelos fueron a la casa para recoger a los mayores y salir hacia el Centro Médico de San Bernardino. Soy el segundo de mis hermanos y, aunque sea sólo por ese día, doy gracias a Dios de no tener esa información tatuada en la frente.

Dimos varias vueltas a la clínica buscando puesto para estacionar. ¿Alguien alguna vez ha conseguido rápido un puesto para estacionar cuando está algo apurado? Delegamos en mi abuelo el reto de conseguir dónde estacionar y le pedimos que nos dejara en la puerta de la clínica. Subí por las escaleras. A los 17 años siempre es más rápido por las escaleras sin importar cuántos pisos sean. A medida que me acercaba al tumulto de gente descubrí que las enfermeras, el jefe de servicios… ¡prácticamente todo el piso! sabía que la parturienta sólo tenía hijos varones. Y no uno ni dos ni tres, sino ¡siete! El rumor había roto ese día cualquier récord de difusión.

Mientras saludaba maquinalmente a los parientes, advertí que el tipo de conversación que se usa cuando no se tiene nada que decir, ya estaba activado. Hablaban de una posible devaluación, del próximo control de cambios o del último chiste de torontos del Presidente Luis Herrera. Alguna vez leí que los temas sobre los que la gente habla sin preocuparse si sabe o no, son la política y la religión. ¿No estaba incluida también la economía? No me acordaba. De pronto me vi asaltado por una tía medio lejana: “¿tú qué quieres, una hermanita u otro hermanito?”; como si uno quisiera a los hermanos antes de tenerlos. Primero los tengo –cosa que no decido yo, por cierto– y luego los quiero. Esto no fue lo que le dije, por supuesto, pero ganas no me faltaron. Sentía que no me preguntaban por un afecto fraternal o la experiencia de tener una hermana, sino que me interrogaban forzándome a confesar algo como “¿no estar harto de tener sólo hermanos varones?”.

Me alejé del grupo familiar y me dirigí, sin proponérmelo, hacia un grupo de enfermeras y paramédicos. Cambié inmediatamente de dirección. Me pareció adivinar que estaban comentando que ocho muchachos es demasiado. Alguno repetiría con sorna el viejo chiste de que si mis papás no conocían la televisión. “Es que están buscando la hembrita”, diría alguno en tono defensivo. El caso es que decidí, caprichosamente, que en el fondo lo que sucede es que las familias de pocos hijos tienen envidia de las familias numerosas. Mis otros hermanos experimentaban, así lo creo, la misma terapia que yo. Nos preguntaban si no estábamos emocionados de poder tener una hermanita, pero sólo admitían como auténtica la respuesta afirmativa. El “me da lo mismo”, que todos repetíamos, no era creído. Como aquel que, como no tiene reloj, pregunta la hora y no se la cree cuando se la dices sino que tienes que enseñarle el reloj. Pero ¿cómo enseñar un sentimiento?, ¿cómo convencerlos que en nosotros había llegado a ser un hábito que “lo mejor es lo que Dios quiera” debido a que ese era el ambiente que siempre habíamos respirado en casa?

Un alboroto nos hizo correr hacia la sala de espera. ¡Es una niña!, ¡sí, es niña!, gritaron varias voces. Dentro de la sala de parto, mi mamá repetía emocionada las mismas palabras: ¡es niña, es niña!; ¡ya la vi, ya la vi! En la sala de espera continuaba el bullicio. Los abrazos y felicitaciones duraron un buen rato. La luz rosada ha debido sentirse tonta y despreciada. No creo que nadie se hubiese fijado en ella. No aquella mañana. No sé cuanto tiempo estuvo encendida. Con los años desapareció el sistema de luces y el ecosonograma acabó con la expectativa, emocionante, de dar a conocer el sexo de los recién nacidos. También acabó con muchas vidas humanas, cuando algunos padres decidieron abortar al descubrir mal formaciones de las criaturas en el seno materno. Y se comenzó a llamar feto al hijo que aún no había nacido; pero eso es otra historia. Yo tenía una hermana y ahora podía quererla.

Como a las doce, mi papá consideró que ya no había motivo para no estar en el colegio y nos llevaron a clases. Llegué cuando comenzaba la clase de Matemática. Al entrar al salón, todos mis compañeros, amigos desde primer grado, esperaban la noticia. Se formó un verdadero bochinche entre vivas y felicitaciones. El profesor era nuevo en el colegio y no conocía el perfil demográfico de mi familia. Uno de mis compañeros se lo explicó; yo me gané un punto extra en Matemática.
Con el tiempo, un buen amigo me preguntó si ocho hermanos no eran demasiados. No lo sé. Sólo pienso en lo triste que hubiera sido que alguno de ellos no hubiera existido.

Texto agregado el 01-04-2003, y leído por 357 visitantes. (1 voto)


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