Cuando era pequeño, 8 o 9, solo aspiraba a una cosa: a ser Supermán. Mi madre, a escondidas de mi padre que se reía de un tipo con bragas rojas y capa que podía volar, me surtía semanalmente del cómic del súper héroe americano.
No era extraño que me sorprendieran subido a una silla, con el brazo derecho extendido hacia las nubes y saltando con la expectativa de dar una apacible vuelta al mundo en compañía de los gorriones. Ignorando el por qué, siempre caía al suelo y me consolaba pensar que aun no estaba preparado para el vuelo ya que al no ser yo del planeta Kriptón tardaría algún tiempo en adquirir esas curiosas habilidades.
Entonces intentaba algo más asequible: la visión de rayos X. Entornaba los ojos y los apretaba hasta hacerlos casi estallar, todo con tal de ver lo que sucedía al otro lado de los muros de mi casa. Tampoco solía funcionar. Es más, de hecho, jamás funcionó.
Algo similar pasaba con la súper memoria y la súper inteligencia. Yo “debía” conocer el secreto de la vida y del universo, pero por mucho que exprimiese mis neuronas el resultado no se producía. No era omnisciente, lo que me apesadumbraba muchísimo, porque me obligaba a esforzarme en el estudio como el resto de mis compañeros. En aquella época yo despreciaba a los que conseguían buenas notas estudiando. Claro, si estudias es demasiado fácil, lo bueno es sacar el sobresaliente sin abrir un libro, porque Supermán sabía todo y yo jamás lo había visto leer ni un tebeo.
Con el paso de los años me costó muchísimo esfuerzo admitir que yo no era como el tipo de las bragas rojas y que si quería ser un provecto funcionario debería dejarme los codos y los ojos pegados sobre el temario.
Confieso, para mi vergüenza, que aún me vienen ramalazos de aquellos, y que si bien ya no pretendo atravesar con mi vista una pared, sí lo intento con una pequeña hoja de papel de seda… pero ni por esas. La cruda realidad se impone y voy a tener que trabajar en serio. ¡Maldita sea¡
Por eso pienso que la vida es un proceso de desmontaje de las piezas que nos componían en la infancia y en la juventud. Desmontaje que culmina cuando te unes, irremisiblemente, al terruño, dejando por el camino no sólo sueños e ilusiones, sino próstatas, higadillos, y cosas por el estilo. Y todo ello sin apenas darte cuenta, y lo que es peor, sin haber sido capaz de volar como el tipejo aquél.
Sueño Mecánico:
Me encontraba levitando junto a aquel viejo Lama del Tíbet, a unos 100 o 200 metros sobre la cúspide del Everest. Sé que charlábamos de cosas muy profundas y místicas, pero de pronto me entraron unas ganas enormes de hacer un pis y como no quería mojar la cabeza de algún piadoso monje que meditase en la superficie, descendí. Cuando me hube aliviado y de nuevo me levité, ya no encontré al viejo Lama del Tíbet. Lo llamé, le grité, pero lo único que escuché fue una voz lejana, pero nítida que decía: “Idiota”.
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