La segunda bomba terminó con el último edificio que quedaba en pie. Sus ojos grandes brillaban al ardor de las llamas. Con la mirada fija en ellas sentía el calor subir por su cuerpo.
Era el principio del fin, pero el fin no llagaba. Se miraba las manos amarillas de nicotina. Sus uñas largas y sus manos desgastadas daban la impresión absurda de trabajo. A su al rededor el polvo negro que hacía días estaba por allí. Por las calles desfilaban familias con carretas llenas de pertenencias absurdas e innecesarias para la subsistencia. Niños pequeños sentados entre los escombros a la espera de algo o alguien, vaya uno a saber. Y él, el causante, mudo mirando. Tomó su caja negra apretó el gatillo e inmortalizó el momento.
Parado en una esquina con orgullo pensaba la grandeza de su logro. Su obra maestra estaba terminada. Tenía la ciudad para sí y su cámara. Había llegado el gran día.
En este país donde nadie hacía cosas, él las haría, sus fotos recorrerían el mundo. Pero el crédito debería ser para él, no podía haber intrusos en sus imágenes inmutables. Una foto es inmóvil, estática y no tiene que tener vida, no puede tener vida, los minutos que consume observarla eran para Isidro lo único vivo que podía haber en una foto. El observador, sólo le daba su tiempo, su espacio, pero la imagen debía ser inmóvil, insulsa.
Todo empezó para terminar en eso. En la nada. Ese pequeño pueblo del norte vio caer el último edificio. El plan estratégico, pero artístico sin duda, había sido llevado a cabo por un sólo hombre. Sucesivos ataques armados que dejaban a un pueblo de mil habitantes en la ruina. Cada instante capturado por el cristal de su cámara.
Finalmente Isidro tenía una historia que contar. A su modo frívolo, pero el mundo la vería y en sus imágenes lo verían sólo a él a través de sus ojos de cristal. El mapa, en una pequeña hoja de cuaderno oficio de universitario resentido, ya estaba completo de cruces rojas. Había empezado por su casa. La primera cruz, con trazo tímido y sólo de lapicera, que continuaba una serie de alrededor de cien cruces que ya en aquél momento se entremezclaban entre sí. Algunas con furia, otras grandes, otras con fibrones de trazo grueso, en fin, cruces simultaneas pero que cubrían toda la ciudad. Por supuesto, este papel estaba acompañado de una secuencia fotográfica que describía con claridad la ubicación temporal de cada ataque.
En su habitación la larga colección de fotos que, destrozadas y todo, seguían un sentido, estaban tiradas por todo el piso. Colgaba de una de las paredes un hilo que sostenía siete fotos. La primera de la secuencia era un autorretrato de Isidro con su cámara colgando del cuello. Luego una foto blanco y negro de su mujer y sus dos hijos en un charco de sangre, que en la esquina inferior izquierda mostraba una pila de cinco bombas metálicas automáticas amontonadas en un rincón de la habitación.
La tercera foto estaba tomada desde un ángulo distorsionado y con un poco de movimiento (producto de la explosión) mostraba el hospital de la ciudad de tras de una montaña de humo y escombros. Y sucesivamente la cuarta quinta y sexta eran paisajes urbanos de esa ciudad en ruinas luego de las explosiones. El plan era genial: Isidro mataría a algunos con las bombas y generaría el temor en los demás para lograr su huída. Así, dejaría desolada la ciudad para convertirla en un foto montaje eterno que lo consagraría en el mundo por sus aportes fotográficos y artísticos a la humanidad. La séptima foto era una sombra, reflejada sobre una pared de ladrillos que parecía ser un hombre fumando pipa.
Todo había comenzado aquella tarde de invierno cuando revisando su álbum Isidro notó el defecto. Todas sus fotografías tenían vida, no vivían por sí solas; en cada una había un hombre, una mujer, un niño, un animal, una planta, en fin… vida. Sus fotos serían pura naturaleza del alma y para eso tenía que expresar la vida de lo espiritual, de la inmortal, de lo inmutable pero dinámico a la vez. Cada observador le daría la cuota necesaria de vida a la imagen, pero Isidro no podía aportar eso. Un actor, un cineasta si; pero un fotógrafo ¡no!
A la luz de una pequeña vela, luego de reflexionar un buen rato; ya entrada la noche cuando salió del cuarto oscuro notó la presencia de una intrusa. Lo seguía, lo imitaba y eso lo desesperaba. Para crear necesitaba la soledad y esa intrusa lo distraía con el vaivén de su reflejo a la luz movediza de la vela. Le habló, le suplicó que se fuera, pero su sombra lo seguía hasta el cansancio. Isidro se resignó. Se sentó y a su lado su compañera. Tomo su pipa y con bocanadas de humo espeso de por medio, escribió al reverso de la fotografía de su padre:
Soledad
Sombra de la luz
Búscame en la oscuridad donde no estarás
Quitémosle a esta ciudad lo que le sobra
mostrémosela al mundo
Ayúdame a tener fuerzas para remar
sobre el mar de lo puro
de lo espiritual
Muerte salvadora de la inmortalidad
matemos por esta justa causa
busquemos la justa medida del enmarcado perfecto
para mostrar el mundo con esos ojos de cristal
SOMBRA DE MI QUE ME ACOMPAÑAS EN ESE FLASH DE LUZ
DAME FUERZAS Y SABIDURÍA PARA EXPLOTAR
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