Apenas un lunar.
“Sola”. El barman le dijo que la mujer de vestido rojo, dueña de un minúsculo lunar que irrumpía en la perfección de la espalda que el escote dejaba ver, estaba sola.
Él sonrió sin darle demasiada importancia. Se le acerco despacio, como quien no quiere la cosa y se sentó a su lado izquierdo, jugueteando seductoramente con el vaso de whisky en la mano. Ella recogió su cartera y se marchó antes de que él pudiera hablarle. Se dispuso a seguirla sin escuchar al barman que le decía que había mucha gente sola en la ciudad.
“Tanatos”, el cartel del prostíbulo a donde la dama del vestido rojo entró, se llamaba Tanatos. El hombre vio a la dama que observaba a las jovencitas bailar. Seguía sola y pensaba en otros tiempos, que no por pasados fueron mejores. En los tiempos en que ella tenía diecisiete años y todavía creía en el futuro y bailaba despertando la lujuria en hombres casados que huían de su casa en busca de caricias furtivas, o de los adolescentes curiosos y necesitados de pasión. Pitaba un cigarrillo como si vengara en él tantos abandonos. A los diecisiete las promesas abundaban y ella decidió creer en algunas.
“Sola. Me han dicho que hay mucha gente sola en este mundo” le dijo el hombre acercándole un escocés con hielo. Ella lo miró como se miran a los intrusos. Él pudo notar el frío en la mirada e intuyó que a la dama, el amor le había pasado de largo. A ella la sedujo la comisura de sus labios y se acordó de aquel fulano que le había regalado un hijo y se marchó sin nunca adivinarlo.
“Soy como la loba” dijo y él no entendió. “Ando alejada de todo rebaño” le explicó sin muchas ganas y el hombre no quiso saber más.
Cuando el llanto viene a buscarla como esta noche, la loba se escapa para robarle caricias a la noche. El hombre se las dio en un cuarto donde nada sobraba y había en el aire un tenue perfume, producto de los olores mezclados. Sobre un colchón los dos cuerpos descansan y con la pasión adormecida a ella le vuelven los fantasmas y a él la prisa por marcharse. Pero prende un cigarrillo y le convida, como invitándola a sumarse al rebaño y la loba tuvo miedo de ya no reír y se abraza al hombre cuya comisura la sedujo, implorándole, silenciosamente, que la proteja. Él miraba una mancha de humedad en el techo y se le antojó que era como una nube. Y la loba, a su lado, muriendo de penas, ahí, penando y pensando en su hijo fruto de un amor, amor sin ley, que se marchó a otros mundos.
Mientras se vestían, él pudo admirar otra vez ese lunar diminuto y se acordó de las palabras del barman y ya no sonrió.
Se despidieron como lo que eran, dos desconocidos que coincidieron en un punto del destino que corre con prisa y compartieron un colchón en una alcoba donde nada sobraba.
Antes de marcharse le preguntó su nombre y ella solo respondió recuérdame con lo que más te haya gustado de mí y se alejó pensando que su hijo ya no era el último en haberla abandonado. Él se marchó pensando apenas en el lunar que irrumpía en la perfección de una espalda
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