Tardó diez años en terminar la pintura. Pincelada tras pincelada; plasmando los sintagmas de un texto secreto. La muchacha extendía la mirada a lo largo del río, con melancólico gesto. A su alrededor la muchedumbre se consumía por el tiempo incesante. Ella esperaba a alguien. Los blancos fueron cambiando súbitamente a grises, a medida que el cielo teñía de malva la tarde. La masa fue ganando carácter por la inercia. La sensación perpetua de inmovilidad otorgó austeridad a los rostros. Las pieles se curtieron con la erosión de los años; parecía el sol siguiera lacerando, siempre con su último rayo, la tez de los personajes. La muchacha esperaba con ansía. La rosa se deshojaba con el pasar de la brisa. Estallaban las nubes en batalla contra el espacio imponente. Ella debía pensar como la oscuridad de la noche hace prodigiosa la luz de la mañana; pensó como la noche anulaba el milagro del día. Él no llegaba. Con la espera se detenía la vida y tras ella la muerte sofocando, tan llena de aguas de cianuro. El público, inocente, era testigo de la desidia. Los meseros revoloteaban como árbol cercado por los vientos; sobre las mesas reverberaba el matiz de alguna pieza. El tiempo era medido por los latidos de su corazón arrollante. El ocaso embestía los restos del día, el plazo se consumaba. La faena del río devolvía los recuerdos de la última visita. La flor jugaría el papel de evidencia de la metamorfosis de la tentativa a una afirmación permanente. Los recuerdos se aclararon junto al dolor agazapado. El guardaba la reticencia del amor espurio y detuvo el paso. La mujer optaba por el calido arropo de la muerte; bebía el agua del vaso emponzoñado. La muchedumbre permaneció silente para siempre. La escena se congeló en la pupila de cualquier testigo, con tinta indeleble. Al final del paisaje un pintor, detenido, con una rosa desgajada.

20.03.02