Después de la larga y penosa enfermedad que lo postrara en cama durante los últimos meses, Lázaro Zamora despertó sintiéndose prodigiosamente sano.
El agudo dolor en el vientre había desaparecido sin dejar huella; de la misma manera se borró el color cetrino de su piel quedando ésta tan blanca que daba la apariencia de ser transparente y recuperó, por completo, la agilidad en sus movimientos a tal punto, que su cuerpo parecía haber adquirido una sorprendente ingravidez.
Aunque era de noche—con su armonioso sonido, el carillón del reloj de péndulo estaba indicando que eran las doce—se levantó con una ligereza que no había tenido ni en su, ya lejana, juventud. Era invierno, pero tampoco experimentó el frío de la temporada. Observó, a través de la penumbra atenuada por la claridad de la luna, el austero aposento. Su esposa Margarita, para respetar sus escasas horas de sueño, dormía, desde hacía tiempo, en otra habitación. Un dulce sentimiento lo invadió al pensar en ella. La pasión, que se había ido apagando bajo el peso de la enfermedad, se convirtió en una apacible ternura que lo mantenía fuertemente unido a ella.
El diagnóstico de su incurable mal había constituido una dura prueba para la familia; sus hijos: Silvestre, el mayor, y Marciano, el de en medio, que tenían ya sus propias casas y habían formado unas nuevas familias, habían dejado de pasar, como al principio, todas las mañanas a preguntar sobre la evolución de su salud; Leonor, la más chica, se había quedado viviendo ahí con su marido Aurelio y su hijo Juanito, para servir de apoyo a la madre y ayudar en los quehaceres domésticos.
Sin premeditarlo, Lázaro Zamora empezó a avanzar, a oscuras, con la intención de sacudirse la soledad y acercarse al lecho de su esposa. Inexplicablemente, una duda lo asaltó haciéndole detener el paso. Trató de rechazarla diciéndose que era esa una idea absurda, pero no la pudo desechar.
Avanzó, ahora con mayor decisión. Se sorprendió de no encontrar muros ni puertas que impidieran su paso. Se dijo que la casa le era tan familiar que podía recorrerla de un lado a otro a oscuras y sin tropiezo alguno y continuó con el sigilo de quien intenta sorprender un secreto.
Encontró a Juanito, su nieto, durmiendo en la hamaca que colgaba en el corredor, entre el cuarto donde dormía Margarita y la habitación en donde estaba su hija Leonor con su esposo Aurelio.
Se detuvo un breve momento a observar al pequeño. Este niño, pensó, es mi vivo retrato, seguirá mis pasos y, con los años, llegará a ser mi mayor orgullo.
Recordó su objetivo y siguió adelante, tenía que disipar aquella duda y enterarse de la verdad.
Con paso lento, pero decidido, entró en el cuarto donde descansaba Margarita, Avanzó con extrema cautela, observándolo todo con mirada inquisitiva, se acercó a la cama donde reposaba ella entre la alba ropa de cama; su cabello, extendido sobre la almohada, formaba, alrededor de su cabeza, una especie de aureola que le confería un cierto aire de santidad, su respiración pausada se interrumpía, de vez en cuando, con algo semejante a un profundo suspiro.
Largo rato la contempló, con angustiosa mirada, observando su figura iluminada con la luz de la luna. que penetraba por la ventana; a un lado, sobre el buró, en un rústico portarretrato vio la foto que les habían tomado en su último aniversario de bodas; en compañía de toda la familia; debajo, por la rendija del cajón entreabierto, asomaba una hoja de papel que llamó poderosamente su atención. Con la vista fija, como hipnotizado, se acercó a leerla.
Fue entonces cuando descubrió la contundente verdad que ya sospechaba. Ahí, en ese cajón, estaba la evidencia.
Era la esquela mortuoria que confirmaba que él, Lázaro Zamora ¡ya estaba muerto!
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