Muchos amigos me dicen que sufro por frivolidades, un compañero de la Universidad me dijo: “hermano, otras personas no tienen pies ni manos y andan en sillas de ruedas y tú te preocupas por cosas sin importancia”. Lo que pasa es que este compañero no ha pasado por una historia como la mía. Es cierto, a mucha gente les preocupa conseguir trabajo para mantener a su familia, otros, cuentan los días para salir del hospital en el que están internados casi toda su vida y esperan con ansias ese día. Pero yo (felizmente) no tuve esos problemas; lamentablemente tuve los "otros" problemas. No tuve el sufrimiento físico, “el externo”, sino el otro sufrimiento, “el interno”, aquel que se origina en el alma, en el corazón, es decir, del amor. Sería inútil repetir todo lo que me ocurrió referente al maravilloso tema del amor en mi vida (por el pequeño espacio) ya que todo lo he dicho en el libro que escribí: “Espejos Azules”. Aquí solo contaré un episodio, un momento de mi etapa juvenil en el que sufrí como nunca antes. Desgraciadamente, los únicos problemas que tuve a lo largo de mi vida fue el haberme “enamorado” inapropiadamente, o mejor dicho, ¿inconscientemente? Esta fue una mala noche con un negro amanecer.
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Era el año 2001 en la Universidad de San Marcos y me cautivaba una amiga llamada Rocío, ella me ayudó a olvidar a otra chica de la que suspiraba con solo verla en los pasadizos. Siempre buscaba la mejor manera de toparme con Rocío para conversar, a veces me dominaba la ansiedad cuando no la hallaba en los salones. Me entristecía mucho dejar la Universidad sin haberla visto. Pero eso era solo el comienzo de mi penuria interna. Aquella noche (una de tantas) me entró la depresión. Al llegar a casa (y después de cenar), empezaba a leer y hacer mis tareas académicas. En aquella ocasión no podía dormir como antes lo hacía (a altas horas de la noche) y tuve que acostarme temprano. Peor para mí, ya que tendría una larga noche llena de insomnios, desvelos y pesadillas. Pero acostarme tarde tampoco era la solución. ¡Me angustiaba mucho! Siempre pensaba en ella. Estaba en un callejón sin salida. ¡Ni dormido ni despierto tenía paz! Al acostarme no podía conciliar el sueño, era difícil tratar de dormir. A veces pensaba en muchas cosas para distraer mi mente y así, sin darme cuenta, me quedaba totalmente dormido.
Habrá sido un martes o miércoles de un mes de septiembre u octubre cuando (como todas las noches en esa aciaga época) nuevamente me acosté a las once de la noche y no podía cerrar los ojos. Pensaba y pensaba en ella. Desafortunadamente, en mi habitación, existe una ventana, y por esos azares de la vida, se podía observar el oscurecido reino celestial salpicado de las incalculables estrellas formando los míticos signos del zodiaco, y en el centro de ese hermoso y triste cuadro, la luna.
Sin darme cuenta pude adormecer mis ojos y descansar, lo supe porque noté que la luna ya no estaba en el lugar de antes. ¡Cambió de posición! Pero lamentablemente me había despertado y me sería dificultoso volver a pegar los ojos. Pensaba en cosas alegres y jocosas para que ayudasen a distraerme y poder pernoctar. Esa rutina a veces me tomaba varios minutos y a veces cambiaba de posición para lograr dormir. Mi siempre cómoda almohada era la víctima favorita de mis frenesíes, y muchas veces la tiraba al suelo para alcanzar la mejor armonía física, tranquilidad, serenidad y finalmente, dormir. Eran difíciles esas noches.
Sin que me diera cuenta llegué a dormir un poco, pero a un faltaba mucho para que amaneciera. Rogaba para que las horas avancen, pues se me hacía eternas. “No puedo creerlo, todavía es de noche” –me decía amargamente. Mi cerebro era el escenario donde se libraba una cruel y encarnizada lucha entre mis sentimientos e ideas esperanzadoras de (¡algún día!) poder estar con Rocío y la frustración que puede causarme su rechazo si es que no hago las cosas bien. ¡Era horrible!
“Lo único que quiero es dormir tranquilamente” –me dije con ansiedad. Era desesperante, llegaba incluso a contar ovejas para tranquilizarme y dormir. Llegué a experimentar una extraña sensación en el cuerpo que se manifestaba por intervalos de tiempo y de imprevisto me levantaba por una pequeña chispa eléctrica que empezaba en mi cabeza y se expandía por mis hombros hasta llegar a la parte baja de mi diafragma y a cada una de las puntas de mis dedos. ¡Terrible!
“La unidad 15 esta en la zona de partida”, ese era el audio pregrabado que emitía el paradero de una empresa de trasportes cerca de mi casa indicando el inicio de la salida del primer micro. Eso quería decir que ya era las 5:00 a.m. Pero también quería decir que, otra vez, me encontraba despierto. Quería dormir al menos una hora tranquilo hasta que me levantara para ir a la Universidad. Siempre conseguía dormir después de todo. Cuando volví a despertar, ya podía notar la salida del sol brillante. Pero era un negro amanecer.
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Lo que he mostrado aquí es para expresarle a algunos de mis compañeros, que creen que sufrir por “amor” es sólo una frivolidad o no vale la pena, que primero deben de vivir la experiencia para comprender. Pueden ellos tener la razón. Pero el sufrimiento que padece una persona es único y personal. Algunos sufrimos más que otros. Tal como escribo en una parte de mi libro “Espejos Azules” (a modo de parangón) las personas deciden quitarse la vida, NO por una mujer o por un hombre. Eso es una tontería, por no decir una estupidez. Lo hacen para NO sufrir; es un dolor tan horrible que muchas veces no te deja vivir en paz. Así como el amor que se tiene a la pareja, muchas veces nos transforma en héroes para defender lo que consideras parte de tu vida. Es un cariño tan grande que ¡pueden imaginar lo contrario! Muy pocos lo saben. Y algunos, ya lo superamos.
Efrain Nuñez Huallpayunca
https://espejosazules.blogspot.pe/
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