Había estallado una encarnizada lucha entre nobles por la posesión de un pueblo campesino, a raíz de las riquezas naturales de sus tierras. Era llamada “guerra de nobles” porque estos la ordenaban, si bien de todos era sabido que no eran los poderosos quienes iban a luchar, matar y morir, sino otros hombres, que, curiosamente, no eran hombres, sino soldados. Y a los que les tocaba morir (dependiendo del humor con el que el respectivo noble se hubiera despertado esa mañana) curiosamente, tampoco eran hombres, sino campesinos, agricultores y demás gente prescindible. Por lo tanto, todo acababa simplificado a un juego entre los dos en el que cada jugada correspondía a unas cuantas vidas, que se ganaban y perdían como si de canicas se tratara.
Como en época de guerra no se trabajaban las tierras hasta que no se decidía a quién pertenecían (como si no estuviera suficientemente claro); para los niños, que no conocían el terror, eran casi unas vacaciones.
Ellos dos, que se habían criado juntos conocían todos los secretos del bosque, de las tierras, y de las voces perdidas. Y jugaban, descubriendo cada día más secretos.
Movidos por el ansia de aprender, escuchaban las voces de las aguas en la cascada, y del viento silbar entre las rocas, y oían sus enfebrecidas discusiones sobre historias de cuando el mundo no era mundo, sino poco más que una vertiginosa mezcla de sonidos, olores y colores que formaban una extraña, ambigua y desenfrenada realidad.
Algunas veces, pocas, conseguían escuchar también la aterradora voz del silencio, cuyo gélido soplo congela las emociones y hiende en los pensamientos.
Jugaban a descifrar los mensajes ocultos escritos en las hojas de los árboles,
-Tienes que mirarlas, cerrar los ojos con fuerza y soñar. –Decía él- Cada hoja lleva consigo un color, y cada color un sentimiento.
Y juntos cerraban los ojos con fuerza, y juntos descubrían nuevos colores y nuevas palabras. Y así divisaron el gris ceniza de la melancolía, el blanco de la inocencia, el verde de la envidia, el azul cielo de la libertad, el negro de lo desconocido y el ácido limón del deseo.
Pero los días arrastran meses, y los meses, años. Y dejaron de ser unos niños, si bien tampoco se lo cuestionaban.
Y, otro día, mirando las estrellas, él prometió:
-Alguna vez partiré de viaje hacia el horizonte y tocaré las estrellas.
-Mándame una señal si lo consigues- pidió ella.
Tiempo después, la guerra acabó dejando tras si muertes, y esas muertes de traducían en necesidad de efectivos para el ejército. Por eso, un día llegaron hombres reclutando soldados. Y no tardaron en llegar a su pueblo, y, finalmente, a él mismo. Le exigieron su colaboración en el ejército, quizás con la intención de comenzar una nueva lucha para invadir otro lugar donde hubiera otros niños que soñaban.
Cuando él se negó, le advirtieron de que, si rehusaba, sería ejecutado.
Aquella tarde ya había acabado el calor veraniego, y aún estaba por llegar el frío gélido del invierno. Él miró los árboles, las hojas, el viento, la cascada, el silencio. Y, por último, la miró a ella y contestó que prefería morir.
Cuentan que, desde entonces, en esa época del año las hojas caen porque ya no queda nadie que sepa desvelar sus secretos.
Cuentan que, cada vez que el cielo llora y el día brilla, se puede ver en el horizonte toda una gama de los colores que ellos fueron descubriendo.
Y cuentan también que, algunas noches, él coge una estrella y la lanza a lo largo del firmamento dejando una estela de luz, para que ella sepa que, por fin, él ha llegado a tocar las estrellas. |