El reloj de la torre era grande, blanco como el marfil en el que había sido tallado, presuntuoso por tanto desde su concepción, alarmante para todo aquel que posase su mirada un solo instante en lo más alto de aquella fortaleza ruinosa y venida a menos. Parecía hablarte, contarte historias de resistencia frente a bárbaros y extraños irrespetuosos con lo que el pasado había forjado con fuego, sudor y miedo, mucho miedo a perecer en el mar del olvido de una ciudad pasajera.
Lo miré de nuevo, tratando de adivinar porqué parecía tan pulcro y sano entre los escombros de mi alrededor. Las ruinas del castillo, las almas robadas, perdidas entre sus muros y mi corazón palpitante que trataba de darme más tiempo entre agonía y esperanza, entre la muerte que suponía cambiar con mi rutina, con mi mundo interior, y el ansia de tener una nueva vida a su lado, al lado de la persona que más amaba en esta ciudad sombría.
Mentiría si dijese que no me gustaba esperarla, lo cierto es que me encantaba pasar tiempo sólo, pensando en cómo vendría vestida, en qué cara pondría cuando me viese con mi gabardina nueva y mi ramo de flores en la mano. Era feliz en aquel lugar, tan alejado que mi tierra, de mi familia y de mi esposa, era una persona completa apostando todo lo que tenía por una nueva mujer que tardaba horas en llegar a las citas que planeábamos a escondidas. Recordaba la tarde anterior con el frío en mis manos, paseando con ella, charlando sobre nuestras vidas que se antojaban al borde del abismo tal y como las conocíamos. Recordaba el bar donde pasábamos las tardes entre pintas de cerveza y cigarros a medio fumar. Recordaba su sonrisa entre calada y calada, su pelo, sus jerséis mullidos, calientes entre tanto frío, sus mejillas rosadas por la bebida y la calefacción. La recordaba a ella, tan llena de vida y feliz junto a mí, paseando de vuelta a nuestro piso contándonos las últimas historias desconocidas del día.
Ella sabía que la amaba tanto como para llorar de felicidad. Yo conocía sus sentimientos, su cariño hacia mí, sus ganas de besarme horas bajo la lluvia de nuestra ciudad prestada y su respeto hacía todo lo que podíamos y no debíamos hacer. Ambos sabíamos que éramos egoístas al pensar de ese modo, al tratar de pasar por este mundo sin estar juntos, sin consumar una perfección pretendida por algún dios altruista que nos presentó hace demasiado tiempo.
Aquella tarde por fin tuve claro qué clase de futuro quería, quien sería yo desde ese día y quien iba a ser ella a mi lado el tiempo que nos quedaba juntos. Tenía que ser yo quien diera el primer paso de algo que se antojaba perfecto desde la lejanía y así sería en cuanto la viese torcer la esquina y sonreír al verme con las flores. Todo parecía estar planificado desde que la conocí pero nunca supuse que estaría tan nervioso cuando surgiese de entre la niebla, una niebla que parecía sacada de mi conciencia con fuerza y rabia.
|