Todo lo que recuerdo tiene esa misma sensación: un visitante, un intruso, un curioso, no se qué es en realidad; algo que, apoyado en mi hombro, ve todo lo que yo veo, siente lo que yo siento y se pregunta lo mismo que me pregunto yo. Hace dos días ha empezado a hablar, resulta alarmante escuchar una voz anónima que me sigue y comenta cosas que se me pasan desapercibidas, sucesos que carecen de importancia o descripciones sobre paisajes y personas totalmente irrelevantes para mí. Tengo miedo así que duermo, decido descansar y relajarme, pero la voz me despierta en plena noche, me advierte que alguien está en mi jardín, que entra en mi garaje e intenta robarme el coche. Me dispongo a bajar y suena la frase letal que nunca esperé oír: Cada escalón que descendía se encontraba más cerca de su asesino. Intento retroceder, dar media vuelta, volver a dormir, pensar que es un sueño, pero no puedo, no soy yo quien dirige mis pasos, es la voz, mi ser interior que me dicta lo que he de hacer. Soy yo… estoy soñando, no puede suceder todo esto… quizás… quizás esté loco, es eso de lo que hablan, murmuran mientras me giro, quizás sufra de alguna enfermedad mental y, como todo loco que se precie, no lo sepa, crea estar cuerdo y culpe a esa voz de mis locuras… quizás, pero no lo sé. Lo único que sé es que continúo bajando la escalera, que se me hace demasiado larga, no la recordaba así, y que la voz ha callado. No escucho ningún ruido, llego al garaje, enciendo la luz y grito: Quien anda ahí. No hay respuesta. Vuelvo a hablar: Voy armado. La luz se apaga y yo caigo al suelo, la voz no está, mis ojos no ven y no se si siento dolor cuando me despierto. Si, era un sueño, me digo, mientras me lavo la cara frente al espejo, estoy blanco, me siento cansado y miro el reloj; llevo dos días dormido, no, era martes cuando me acosté y hoy es domingo, llevo cuatro días, cuatro días perdidos, no puede ser, vuelvo a mirar el reloj; domingo día seis. No, no puede ser, yo me acosté el martes día ocho… no, no, me niego a mi mismo, a mi memoria, diez, veinte veces, vuelvo a pensar en mi locura, en mi sueño, en el miedo que tenía tan real. Entonces veo un libro en mi escritorio: Niebla, Unamuno. Ato cabos y pienso; podrá ser… no, no, me vuelvo a negar mi propio razonamiento: y si yo soy el protagonista, y si no existo más que para un autor. Reflexiono sobre todo, y si todos los seres humanos no somos más que un libro, partes de cada autor que vive en un mundo diferente, rodeado de letras y entes luminosos… estoy divagando.
Empiezo a analizar los sucesos que llevo dos días viviendo y pienso: ¿y si he vuelto al pasado y aquello no era un sueño?. Recuerdo cómo me desperté al día siguiente, eran las siete y media de la mañana y sonaba el despertador. Trazo mi plan, decido desconectar el despertador, veremos a qué hora me despierto, aún son las cuatro de la mañana y debo descansar, tratar de recordar aquellos dos días perdidos y pensar que mi paranoia es real. Si todo sucede como creo la voz empezará a hablar mañana, justo cuando me cepille los dientes a eso de las ocho. Me tumbo en la cama y pienso en que todo sigue un patrón, que tengo que salvarme antes de que la voz anuncie mi propia muerte.
Algo me despierta, un zumbido, pero no un zumbido conocido, no es el despertador, no es lo que recordaba, quizás sea otro día y todo aquello fuera lo irreal. Todavía dormido me levanto y me ducho, me preparo el desayuno y miro el reloj; son las siete, mi plan ha funcionado, no ha sonado el despertador porque lo desconecté y aquí estoy a las siete de la mañana del lunes, después de un sueño muy extraño en el que creí morir con una voz en mi cabeza que me trastornaba. Me lavo los dientes cuando la voz aparece: Creía haberse levantado demasiado temprano cuando miró el reloj, estaba atrasado una hora y su día comenzaba como de costumbre… Entonces corro hacia el comedor, miro los otros relojes y veo que tenía razón mi narrador, todos marcan las ocho de la mañana menos el mío. No puede ser, mi mundo se vuelve a caer y el plan cobra de nuevo sentido. Voy a morir, moriré mañana por la noche y tengo que solucionarlo. Ahora debo pensar en qué hice aquel día: fui a trabajar, exacto pero qué sucedió que llamase mi atención. Fue aquella chica, aquella con la que crucé una mirada en el paso de cebra frente a la oficina, eso lo recuerdo, fue esa chica la que debe volver a mi vida, recuerdo que se le cayeron unos folios al llegar a la acera y un hombre la ayudó. Debo ser yo quien la ayude, romper la cadena y quizás evitar mi muerte. Son las ocho y media y salgo de casa cuando el despertador suena. Yo lo había desconectado cómo puede sonar, qué esta pasando. Lo miro y marca las siete y media pero esta desconectado, cómo suena entonces. Todo esto me empieza a asustar, decido salir corriendo, con el despertador sonando y la puerta abierta, quizás así me roben y eso no entra en los planes de lo que ya he vivido.
Ahí está, no la recordaba tan guapa pero ahí está la chica del portafolios. La veo desde la otra acera, estoy preparado para recoger el destino, la salvación, para recoger otro guión para mi vida. Pero, dónde está su portafolios, cómo voy a salvarme. La miro y ella me ve, en su mirada hay algo inesperado: parece buscarme, parece que me estaba esperando: Esto me supera, tu también… No la dejo terminar, sé lo que quiere decirme, que ella también vive algo parecido, que es un personaje de una novela como yo, una pieza sin sentido fuera de las páginas de nuestra historia. Decido besarla, trato de celebrar este reencuentro después de tantos desvaríos. Después del beso lo comprendo todo, nos hemos salvado, ella piensa lo mismo, o eso creo yo cuando me coge de la mano para salir corriendo en dirección a la cafetería más próxima. Ese pitido, ese zumbido vuelve a mi cabeza, algo está pasando en esta aventura tan extraña, algo está cambiando mi destino, ahora yo tengo el control y la voz es sólo una grabación que comienza a relatar lo que debería haber sucedido pero ahora no sucede, narra cómo entro en la oficina mientras pido nuestros cafés, está descontrolada gracias a mi plan, a mi exitoso plan.
Se llama Lucía, también escucha a la voz, también ha soñado que muere, también ha despertado en el pasado y también tiene ese zumbido cada vez que cambia el relato ya diseñado por nuestro verdugo. ¿Pero es nuestro escritor el mismo o cada uno tiene el suyo propio? No quiero seguir investigando sobre lo que no debe suceder, no quiero hacer planes ni futuribles sobre lo que pondrá en jaque nuestra propia vida, pero he de hacerlo. Me cuenta su historia: muere asesinada mientras cruza la calle, muy temprano, el miércoles, atropellada por un coche, un coche gris, un coche alemán, un coche robado, mi coche; soy yo quien la mato, bueno, mi muerte provoca su muerte, ese ladrón conduce, roba, se coloca y cuando la policía lo persigue y logra darles esquinazo se salta un paso de cebra y la mata. Tengo la solución: deshacernos del coche, tirarlo a un acantilado o lo que quiera que sea y vivir en paz sin muerte a nuestro alrededor. Ella me apoya y algo en su mirada me dice que todo saldrá bien, que no vamos a perder esta jugada, que tenemos mejores cartas y además están marcadas.
El coche cae, no es una caída muy dura, ni siquiera está dañado, pero en ese lugar nadie podrá encontrarlo, nadie podrá acabar con Lucía, ni la voz, ni el asesino. Vamos a mi piso y allí pasamos la noche, felices, conociéndonos el uno al otro después de tantas emociones fuertes. Nos parece todavía muy extraño lo que hemos vivido, las dos vidas que hemos vivido, las cuatro, las dos que perdimos y las dos que hemos salvado, nos abrazamos y decidimos olvidarnos por unas horas de todo lo que esté fuera de esta habitación. Tras varias horas, caemos en un profundo sueño, placentero y relajante, que se turba a las siete y media del siguiente día cuando el despertador vuelve a sonar aunque siga desconectado. Yo me levanto primero, preparo el desayuno y lo llevo a la cama, ella lo recibe con su sonrisa, que cada vez se me hace más habitual, lo cual me reconforta y por primera vez doy las gracias a la voz por haber provocado que nos cruzásemos en aquel paso de cebra.
Pasamos el día tranquilos, paseando, conociéndonos aún más, escuchando al narrador decir cosas sin sentido, explicando pensamientos y acciones que ninguno de los dos tenemos ni realizamos. A veces nos reímos, resulta cómico escuchar cómo devoro un pastel o qué pienso de mi jefe, el día pasa rápido y feliz, mañana será miércoles y seguiré vivo, disfrutando de mi nueva amiga, o pareja, o lo que sea porque aun no hemos hablado de nuestro estado. Me giro y le pregunto, ahora el tiempo se para y discutimos; tiene una pareja que le espera en casa, a la que lleva un día ignorando y que debe de estar preocupada. No la entiendo, somos felices, hemos salvado nuestras vidas y debemos estar juntos, no la puedo comprender mientras corre, mientras entra en el taxi y se despide con una última mirada, mientras la miro por última vez.
Desconsolado vuelvo a casa y me preparo algo de cenar, leo algo de Niebla que aún sigue donde estaba y descubro que alguien ya pensó como yo o quizás sufrió como yo. Vuelven los quizás y la incertidumbre, vuelven las dudas, pero una certeza sigue en mi mente: viviré el miércoles y habré vendido a mi condena divina. Ahora consolado decido acortarme.
Sí. Me he despertado en medio de la noche y sí estoy bajando las escaleras que me conducen hacia el garaje, pero todavía me queda una afirmación por hacer: sí, la voz ha pronunciado aquella frase de nuevo. Digo que voy armado, que no tengo miedo, entonces caigo y la luz lo inunda todo, pero justo antes veo a mi mujer, es ella quien ha llegado de su viaje de negocios, es ella quien entró en el garaje, quien encendió la luz, no era el asesino, sino mi mujer que volvía. Yo resbalé en el último escalón, nadie me asesinó, he muerto por un accidente, pero qué ha pasado con Lucía, dónde está ella, morirá o he cambiado su destino tirando el coche a aquel lugar apartado. Muerto, con los ojos cerrados escucho voces, sirenas de ambulancia, la luz se va apagando y despierto.
Estoy en un hospital, vivo pero con la cabeza vendada. No he muerto, he cambiado mi destino. Lucía también está en aquella sala, el narrador la ha puesto allí, ya sea por capricho o por bondad pero la ha puesto. El ladrón, el conductor que la atropelló encontró mi coche en una cuneta, no lo denunció y alunizó contra varios escaparates antes de atropellarla. Tengo de nuevo esa sensación de ser el culpable de todo, pero ella me agarra de la mano, eso significa algo, significa que me ama, que podemos seguir juntos vivos algún tiempo más. Juntos y vivos.
Han pasado dos meses y vivimos juntos; hemos decidido dejar a nuestras parejas y empezar de nuevo, ya no tenemos miedo, la voz se ha ido y somos libres, libres de volver a donde queramos, de pasear como ahora por nuestra urbanización, por donde deseemos. Pero ese coche… ese coche va demasiado deprisa, es el mío, es mi coche gris alemán, es mi ex mujer, es… Ahora lo entiendo todo. Ya no hay marcha atrás; la voz me advirtió: Cada escalón que descendía se encontraba más cerca de su asesino. Era ella, mi mujer, mi ex mujer y era ella la que atropellaba a Lucía, moríamos los dos, juntos, agarrados de la mano, por última vez. De nuevo ganaba el escritor.
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