El abogado era el que más lo quería, no se aguantaba, la coca nublaba sus pensamientos, pero realmente sabía lo que hacía, sabía que romperle la ropa a esa pequeña niña, y destrozar su cuerpo de la forma en que lo estaba haciendo era algo malo, muy malo.
Pero el placer que le producía era inimaginable, nunca hubiera pensado que en la vida algo pudiera darle tanta satisfacción, la carne joven, la piel suave, la sangre caliente que chorreaba por sus piernas, los griticos que eran ahogados por la mordaza, las lagrimas que al lamerlas eran saladas, muy saladas, pensó entonces que eran tan saladas a causa del miedo.
El contador calvo se excitaba viendo el espectáculo, su bragueta estaba apunto de reventar, los ojos casi le salían de las orbitas, su boca producía tanta saliva que no la tragaba toda, entonces, cada cierto tiempo, un hilo de baba bajaba por su labio hasta la barbilla.
No tenía nada en la cabeza, no estaba pensando en nada, el placer y las drogas lo tenían en un estado de trance, una constante vibración recorría su cuerpo una y otra vez, y no se detenía ni un segundo, era esta vibración la que lo hacía, inconscientemente, aullar como un animal agonizante.
El cajero solo se reía, se reía con la garganta, su garganta podrida por tanto cigarrillo. Se reía con el alma, como nunca se había reído, lo divertía demasiado, la sangre que caía por todas partes, el miedo en la forma en que la niña se movía desesperadamente, ese brillo que había en sus ojos, ese brillo era lo que más lo hacía reír, le parecía fantástico que justo en ese momento la niña tuviera ese brillo en los ojos, que se sintiera tan viva, por que él lo sabía, sabía que en ese momento ella se sentía más viva que nunca, y que eso que le estaban dando era el mejor regalo que le darían a esa pequeña en toda su vida, sin ese regalo ella hubiera llevado una vida normal, hubiera estudiado cualquier estupidez solo por llenar con algo sus mañanas de juventud, se hubiera casado con un buen hombre que pudiera cubrir sus gastos, hubiera tenido uno o dos hijos a los cuales reprocharles todo, y finalmente hubiera muerto de vieja pensando que vivió una buena vida. Pero no, el abogado, el contador y él le estaban dando una salida mejor, estaban haciendo de ella algo valioso, algo indispensable para tres personas, eso no lo hubiera logrado dios en 80 años de vida que hubiera podido cumplir la pequeña, dios no era tan grande, ni nunca lo sería.
Después de unas cuantas horas de espectáculo, el cuerpo de la niña ya estaba totalmente despedazado, una mano sobre el sofá y al lado un muslito rojo por la sangre, su cabeza ya era algo comprensible, parecía una pelota roja de carne con algo de pelo castaño, su torso ya no existía y lo que este contenía estaba por todas partes. El contador calvo tenía sangre seca en la cara y bailaba por todo el salón riendo mientras gritaba: ¡La cosa es esta!, ¡la cosa es esta! El abogado estaba cansado, pero haber tenido que hacer él solo todo el trabajo lo hacía muy feliz, tenía entre los dientes todavía pequeños pedazos de carne rosada y fresca, sus brazos estaban cansados después de haber tenido que cortar con fuerza cada articulación y su mandíbula cansada de tanto morder. El cajero estaba sentado en una silla mirando el vacío y sin decir una sola palabra, el sentimiento de felicidad que lo inundaba era tan grande que sólo quería estar un rato consigo mismo.
Dios observó su creación un momento, y sintió que había hecho bien su trabajo.
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