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Impulsos

Mientras Vignac olvidaba su obsesión por lo esotérico en brazos de una entusiasta Valeria, para ser más exactos entre sus piernas, a Massei no le fue tan fácil sacar de su mente lo que le había dicho en la tarde, y se revolvía en su cama demasiado amplia para un soltero insomne. Seguía preguntándose si lo que contaba el extranjero sería charlatanería, si la estrella roja envuelta en un círculo incompleto implicaba algún peligro para la gente de Santa Rita, o sólo se trataba de una payasada para asustarlos. Un último acto de Miura tal vez, o una invitación al desastre.
Había visto algo extraño en Ulises, pero ¿podía creer en lo sobrenatural?
Lina se había enterado de que Vignac se marchaba, desde el tejado, oculta tras una chimenea. Después caminó por el techo, bajó por un alero, levantó una chapa de plástico de la terraza y se descolgó hasta el suelo. Por suerte no habían cerrado todavía la puerta, pero fue sorprendida por la enfermera que andaba buscándola y tuvo que soportar una reprimenda y que la escoltaran hasta su cuarto. Aunque se sentía protegida en Santa Rita, en el aire de la noche había experimentado la libertad con nostalgia.
En los pasillos de la clínica no se movía un alma, como si enfermeros y auxiliares tuvieran miedo de poner un pie fuera de sus estaciones de trabajo. Fastidiado por tener que hacer el turno de la noche, Spitta se removió en su silla junto a la cámara de vigilancia que le permitía observar todo el pabellón. Estaba haciendo frío, como si no funcionara la calefacción. Alargó el brazo hacia el teléfono, pensando en llamar a Jano y decirle que le diera una mirada a la caldera, sintiendo la satisfacción de molestarlo en pleno sueño a mitad de la noche. Pero en el interín vio por el rabillo del ojo una sombra que se movía en el pasillo y soltó el teléfono, alerta. ¿Quién se había salido de su habitación?
Se había equivocado. Las cámaras no mostraban nada. Extrañado, salió de su silla y caminó hacia el cruce de pasillos. Sólo se podían oír sus propios pasos amortiguados. Un viento helado le azotaba la cara, como si alguien hubiese abierto una ventana. Se le erizaron los vellos de la nuca cuando se detuvo frente a la habitación donde dormía Ulises, presintiendo que el problema venía de ahí adentro. No quería abrir la puerta. ¿Pero si le había pasado algo? Era responsable por su bienestar y por su seguridad. Tenía que juntar valor y olvidarse de las supersticiones.
Carlos Spitta empujó la puerta y miró adentro.
Ulises seguía en su cama, durmiendo pacíficamente. Sin embargo, el viento se originaba allí, había corrientes que se arremolinaban en torno a sus pies, acariciándole las pantorrillas a través del pantalón. De pronto, una fuerza brutal barrió al enfermero, lanzándolo contra el muro del otro lado del pasillo. Al mismo tiempo que caía, golpéandose el hombro derecho contra el piso, escuchó una docena de alaridos. Diez pacientes se habían despertado al mismo tiempo, poniéndose a aullar en sincronía. Aturdido por el volumen y la violencia de sus gritos, Carlos reptó por el piso, viendo pasar por el pasillo lateral a uno de sus colegas, cojeando. Había sido sorprendido por un loco que despertó, se lanzó contra él arrancando las correas que lo ataban, y le mordió una pierna. Aterrado, sólo atinó a salir del cuarto y cerrar la puerta tras de sí, trancándola con el pasador. Adentro, furioso, el loco golpeaba con brutalidad la madera, manchando de sangre la puerta y haciendo saltar astillas con sus puños.
En el resto del edificio los pacientes tampoco estaban en calma. Las auxiliares corrieron a apoyar a sus compañeros. Además de despertar atemorizados, por el escándalo que provenía del otro pabellón, algunos pacientes comenzaron a salir y correr por los pasillos, agitando los brazos y tirando cosas.
Carlos había logrado ponerse de pie y contemplaba la situación a su alrededor; sabía que tenía que poner un poco de control pero no podía dejar de temblar. Todos parecían desorientados como si no supieran que hacer. Se sentía incapaz de moverse, paralizado por el viento helado. Creyó notar que las luces disminuían de intensidad, como si perdieran energía. Parpadearon y un segundo después, en medio del silencio repentino, se fue la luz.
Carlos reaccionó y corrió por el corredor hacia el teléfono, rozando al pasar cuerpos que arrojaba lejos de sí sin poder reconocerlos. Habían vuelto a estallar gritos y portazos, sentía un perfume agrio y en el fondo de todo un zumbido que penetraba hasta el centro de su cerebro. Encontró su linterna y la encendió, aclarando el panorama a su alrededor, enfocando en el acto unos rostros distorsionados, frenéticos, y otros aterrados, sobrecogidos. Reconoció la voz de Jano que gritaba a lo lejos, y un colega que preguntaba por qué no había luz. La línea de teléfono estaba muerta.
En el segundo piso, las bombitas del corredor estallaron una a una, dejándolos también inmersos en la oscuridad. Lina se había colocado junto a su puerta, contemplando el ir y venir, escuchando los gritos de dolor, furia y miedo que llegaban de abajo, donde la situación debía ser peor. También sintió el olor acre que había impresionado a Carlos. Fuego. Algo se estaba incendiando. Sangre, había varios heridos. Temor y excitación. Juan, siempre tranquilo y tímido, pasó corriendo desnudo, hostigando a Ana, que huía con ojos de venado asustado. Lina saltó en medio y paró al hombre en el momento que asía a su presa, de un golpe en la garganta.
Juan cayó como una masa fofa y pesada, lanzando apenas un gruñido y soltando a Ana.
–El miedo hace que te persigan –susurró Lina, pero la otra no reconoció la voz de su salvadora y tampoco podía verla en la oscuridad.
Spitta se detuvo a recuperar el aliento en el patio interior, y entonces recordó que tenía el celular en su cinturón. Con tanta mala suerte no tendría batería, pensó. No, el aparato brilló en la penumbra y Carlos suspiró aliviado. Pero luego de los tonos de marcado, al ponerse el celular en la oreja escuchó un sonido crepitante y estática. Ruido blanco. Lo miró de nuevo pero la pantalla no indicaba nada extraño. A punto de gritar de frustración, percibió que el escándalo había disminuido en intensidad. La mayoría había dejado de gritar y moverse; la sirena que parecía tener en la cabeza cesó y el zumbido constante se había desvanecido.
Volvió adentro y recorrió el corredor. Las luces se iban encendiendo, con excepción de aquellas que habían estallado. Encontró rostros familiares y no contorsionados, que lo miraban intrigados, confusos, como si recién despertaran y se preguntaran qué estaban haciendo fuera de sus camas. Vio a Jano del otro lado de la puerta del pabellón. Venía con cara de cansado y un extintor en la mano:
–Alguien prendió fuego en la cocina y lo dejó arder –masculló, sopesando el tanque vacío para que lo viera.
Carlos no supo qué contestarle. Del baño salía un charco de agua. Pasó por encima de los trozos de vidrio que llenaban el pasillo, en medio del silencio general, y observó las auras negros que descubrían quemaduras del tendido eléctrico a lo largo de la pared. Llegó al teléfono y comprobó la línea; también había vuelto a la normalidad.
Todos regresaron a sus camas, agotados, sin recordar exactamente por qué estaban tan enojados, perturbados, o asustados. Jano se puso a reparar la pérdida de agua de una cañería que parecía haberse salido de su lugar por una explosión.
–¿Notaste que la temperatura bajó mucho esta noche? –le preguntó Spitta, mirándolo trabajar desde la puerta del baño.
Jano sacudió la cabeza. La calefacción funcionaba bien y no había sentido nada. Carlos sintió un escalofrío, al recordar los remolinos helados que habían pasado por su lado, no podía haber sido una ráfaga de viento. Arriba, las enfermeras controlaban el estado de sus pacientes, pero estaban bien, salvo que necesitaron más drogas para calmarse. El único herido había sido Juan: luego de haber encontrado su ropa abandonada en el cuarto, lo hallaron dormido en medio del pasillo.
Al pasar por el comedor, una limpiadora creyó ver un bulto y pensó que podía ser un paciente que se hubiera escondido allí por miedo. Encendió las luces y para su sorpresa, encontró a un joven tirado en el suelo, los ojos abiertos clavados en el techo, lívido.
Carlos corrió al escuchar su grito, temiendo que todo comenzara de nuevo. Abrazó a la joven que lo había encontrado, reconociendo a uno de sus pacientes y notando en seguida que estaba muerto. Se arrodilló junto a él y lo examinó sin tocarlo, pero lo que vio le heló la sangre. Miró alrededor como si temiera que alguien saltara desde un rincón, pero estaban solos.
–¿Llamaste al doctor Avakian? –le preguntó un auxiliar desde la puerta, preocupado por cómo iban a explicar lo sucedido esa noche.
–La doctora Silvia estaba por aquí –balbuceó la limpiadora, limpiándose las lágrimas con la manga de su uniforme. Estaba llorando de miedo–. Para que lo vea...
–No hay nada que podamos hacer por él –replicó Carlos.
Rodrigo Prassio estaba en Santa Rita tratando de dejar su manía por comer cualquier cosa que tuviera a su alcance, sin importar si era tierra, insectos, plástico o alfileres. Aparte de esta compulsión, su carácter era dulce y amable, y solo intentaba salvarse, asustado por los gritos de sus compañeros, por eso empezó a correr a ciegas en medio del tumulto. En la penumbra, su instinto lo guió hacia el comedor y se acurrucó debajo de una mesa. Pero al parecer no había encontrado un buen refugio en ese lugar.
La policía acordonó el predio. El comisario parecía harto por tener que acudir de nuevo a ese lugar; nunca había pensado que por tener un manicomio cerca iba a tener tanto trabajo. La cuestión del homicidio era lo peor, porque tenía que soportar la interferencia de la Jefatura y las llamadas del ministro. Además se imaginaba el lío que iba a armar la prensa en cuanto supieran de otro incidente en Santa Rita, y para colmo de males, tan fantástico.
Tampoco estaban felices los doctores y allegados de la clínica, que se congregaron allí tan pronto pudieron responder a sus mensajes. Uno de los primeros en llegar fue Lucas, quien no tuvo problemas en sacudirse el sueño, vestirse y conducir a toda velocidad. Sin embargo, para entonces ya estaban reunidos en la dirección, Tasse, Aníbal y Silvia Llorente. La psiquiatra estaba relatando los hechos antes de encontrar al muerto.
–¿Qué está qué... –exclamó Aníbal, alzando la voz, al tiempo que entraba Lucas.
Silvia asintió gravemente. Los cabellos erizados de horror, Lucas corrió a verlo con sus propios ojos, siguiendo por instinto las miradas de soslayo y las luces encendidas. Se detuvo en la puerta del comedor, donde Carlos parecía montar guardia de brazos cruzados, enfrentado a un policía. Junto al cadáver, el juez de turno esperaba al médico forense, que se tardaría un par de horas en llegar.
El enfermero respondió a su mirada con un gesto afirmativo. Por muy extraño que podía resultar, el paciente había sido mordido. Tenía la yugular desgarrada y presentaba marcas de dientes humanos en un brazo y en la cintura. Podía haber muerto desangrado pero no había rastros del líquido vital donde lo habían encontrado.
El policía había dejado de interrogar a Carlos y lo estudiaba con recelo. En cambio, Lucas lo ignoró, y su expresión indiferente calmó las dudas del funcionario policial, que comenzó a sentirse apocado en presencia del joven doctor. Massei se volvió hacia el salón con un movimiento repentino. Allí se detuvo, dividido entre lo que había en el sótano y sus dudas sobre Lina. Pensó un momento. Si se movía iba a alertar a la policía y no le interesaba que lo investigaran. No pensaba ayudarlos ni le interesaba hacer justicia, porque sentía que en sus manos tenía la clave de todo. En lugar de dirigirse hacia Lina como tenía pensado, caminó con tranquilidad hasta la recepción y habló unas palabras con Aníbal. A él le iban a interrogar por el culpable, y también necesitaba su opinión como amigo, pero para su sorpresa, Aníbal no creía que podía ser Lina.
–No vamos a dar datos de nuestro pacientes; por eso no te preocupes, Lucas –murmuró el otro al notar el tinte de la preocupación de su colega y agregó con tono de enfado–. Claro que no quiero tener a toda la prensa y a las familias y al ministro curioseando por qué no podemos mantener a nuestros pacientes quietos en la noche.
–Más que de cómo ocultarlo deberíamos preocuparnos de por qué pasan estas cosas –replicó Lucas, impaciente; preguntándose al mismo tiempo si se trataba de un sabotaje.
Luego dejó esa idea de lado, no creía que alguien se fuera a tomar tantas molestias para dejarlos mal parados.

Fragmento del pasado

A diferencia del resto del hotel que parecía detenido en mil novecientos cuarenta, el bar tenía una decoración moderna en tonos beige, con cómodas butacas mullidas y mesas ratonas de cristal ahumado, luz ambiental tenue y música funcional. El barman repasaba las copas detrás de la gruesa barra tapizada de cuero, entre espejos, destellos de cristal, acero inoxidable y botellas medio vacías, con cara de aburrimiento. Vignac le hizo una seña que pareció no ver pero enseguida le envió a la moza con una botella de bourbon, dos vasos y una cubetera de hielo. Luego de un día agotador, sentado frente a Vignac, Lucas se relajaba, su mirada vuelta hacia el amplio ventanal que brindaba un hermoso panorama de la ciudad con las luces titilando en el crepúsculo azul. Vignac llenó un vaso hasta arriba y se lo entregó. Lucas lo tomó como señal para seguir contándole lo que sabía por Carlos y lo que la policía había dejado entrever.
En medio de la confusión causada por un apagón en la noche, alguien había asesinado al paciente Rodrigo Prassio luego de seguirlo hasta el comedor, usando sus propios dientes. La sangre había desaparecido del cadáver y en el piso no había derramada una gota.
Vignac se cuidaba de mostrar su interés y asentía de forma cortés mientras sorbía su bebida. Deirdre le había comunicado lo del muerto y otros rumores, por lo que tuvo noticias antes de enterarse por la televisión y de recibir la llamada de Massei.
–¿Analizó la sangre que tomamos ayer? –lo interrumpió.
Lucas negó con la cabeza. No había tenido tiempo ni oportunidad. Vignac sí aunque no se lo aclaró; no era sangre humana sino de perro.
–No creo que los símbolos, la masonería o el solsticio tengan que ver con lo que sucedió anoche... Me refiero al asesinato. Fue un hecho de violencia, seguramente alguno de los internos lo hizo...
El doctor tenía razón probablemente, pensó Vignac.
–Eso es lo que le dice su director, supongo –replicó sin embargo, moviendo una mano con desdén–. Ya le había advertido que la situación podía remover instintos salvajes.
Asegurándose de que nadie los miraba, aunque de hecho eran los únicos que ocupaban una mesa en el bar, Vignac sacó unas fotos de su chaqueta y las tiró sobre la mesita. Lucas observó las imágenes que se desparramaron entre la botella y su vaso: una copia de una escena antigua, en un elegante aposento del siglo XIX se reunía un grupo de gente con trajes de gala hasta el cuello; en otra había una pareja pálida y sonriente frente a un aeroplano con ruinas egipcias de fondo; por último un grupo familiar más moderno. El doctor respingó. Vignac notó el gesto brusco que Lucas trató de ocultar llevándose la mano a la boca y apoyando el codo sobre una rodilla.
Massei alzó las cejas, inquisitivo.
–He notado que le preocupa más el crimen en sí, que la posibilidad de que las autoridades los intervengan. En ese caso –explicó Vignac juntando las fotos de modo que la más nueva quedó arriba y añadió en un susurro–, tal vez le interese saber que ya me he topado con casos así. Sí, me refiero a criaturas reales que pueden palparse y fotografiarse.
Lucas estudió el papel satinado. El recuadro mostraba a un hombre mayor con bigote oscuro y sienes plateadas, rostro delgado y pálido, una mirada penetrante y traje austero, formal, parado mirando a la cámara. Tenía una mano posada sobre el hombro desnudo de una mujer rubia, y la otra apoyada en una silla antigua de respaldo alto. Lo flanqueaban un joven de rostro redondo, jovial, y cabello enrulado, que posaba con las manos en las caderas, y un hombre como de treinta y cinco, serio, alto, aristocrático. Este descansaba su mano, con un aire de posesión y seguridad, sobre la joven que estaba sentada al frente, quien le había llamado la atención en el primer momento. Apenas una muchacha, con una solera de gasa azul que contrastaba con el vestido de raso morado de la rubia, dejando ver su delicada piel blanca. Tenía cabello oscuro largo y un mechón caía sobre su pecho como por descuido. Sus labios se contorneaban en una sonrisa como la que había visto muchas veces en Carolina Chabaneix cuando se burlaba de sus doctores.
Vignac había sacado el diario de tapas verdes mientras el doctor seguía en muda contemplación:
–No contesta... –prosiguió, pasando las hojas amarillentas como si reflexionara–. Lo tomaré como que acepta mi testimonio.
Lucas reaccionó de pronto, uniendo la imagen a las palabras de Vignac. Se sentía lento, le costaba trabajo pensar y el alcohol lo estaba poniendo torpe a medida que sus músculos se aflojaban.
–¿Lo conoce? –preguntó Vignac, inclinándose sobre la mesa, hipnotizándolo con sus ojos.
–¿A quién? –susurró Lucas, tratando de escapar del misterio al mundo real, pero aliviado al notar que se refería a unos de los hombres.
–Tarant –señaló Vignac poniendo el dedo encima del hombre mayor, decidido a jugarse por la verdad–. Esta es su familia, en Europa, hace once años –exclamó, y luego cambió su tono enérgico por un tono casual–. Creí que tal vez lo había reconocido, porque él emigró a este país hace unos cuantos años.
Vignac volvió a llenar su vaso, hizo una pausa para tragar un poco de bourbon sin hielo, y agregó:
–Luego de matar a mi hermano.
Lucas se recostó lentamente sobre su asiento, sin quitar los ojos de Vignac, quien miraba por la ventana, recordando su pasado o pensando en el asesino de su hermano.
–Si lo hubiera reconocido, habría sido una pista importante –continuó, con voz forzada–. Lo he estado siguiendo por medio mundo, pero cubrió bien sus huellas y sólo logré dar con él por casualidad. Cuando llegué a esta ciudad, sin embargo, encontré que todo rastro de su existencia y de su familia había desaparecido. Lo siento, por contarle esto, pero cuando oí que alguien murió de esa forma... En fin, tuve la impresión de que Ud. podía ayudarme, que lo conocía.
Lucas tragó en seco, deseoso de tomar un trago pero temiendo que su mano temblorosa delatara sus nervios.
–Él... Ellos son... –titubeó, sin saber cómo nombrarlo–. ¿Este hombre... a su hermano lo mató...
–Sí –la respuesta fue tajante–. Tarant es un vampiro. Este hombre mató a mi hermano bebiendo su sangre, con la ayuda de su descendencia.
Vignac se colocó una mano sobre la frente, cubriéndose los ojos, abrumado por el dolor del recuerdo que seguía fresco. Aspiró hondo y se recuperó lo suficiente como para volver una mirada dura y decidida sobre el doctor, quien no sabía qué pensar de todo esto. Vignac puso el cuaderno verde junto a las fotos.
–Mi hermano también tenía un interés por lo oculto y había logrado investigar a esta familia de vampiros, rastreando su origen hasta tiempos de Atila. De algún modo se coló en su círculo, pero alguien lo delató y lo mataron para callarlo, para que no los descubriera al público. Por eso me dedico a investigar hechos extraños, esperando encontrar su pista y esta vez tener pruebas para hacerle justicia. De hecho, tengo algo muy importante. Este diario, lo conseguí en su residencia europea apenas la abandonaron... Lo escribió esta joven, la hija de Tarant, y en sus propias palabras describe lo que hicieron con mi hermano Tomás.
Lucas vio pasar las hojas con avidez; la somnolencia había abandonado su cuerpo y mente, volvía a estar alerta. Vignac retuvo el diario con codicia, temiendo que dejara sus manos, y en su lugar le tendió unas copias que había doblado entre las páginas. Lucas miró las fotocopias de algunos pasajes del diario. Al principio su visión nublada no le permitió distinguir nada. Luego, se dio cuenta de que no conocía la letra de la mujer como para hacer una comparación. En la clínica debía tener algo escrito por Lina, en su ficha de ingreso. Leyó por encima, algunas palabras saltaron a sus ojos. Se trataba de una confesión explícita, sin remordimientos.
–¿Le ha mostrado la foto a otros? –preguntó, recordando que su primo también la reconocería.
Esperó con ansia su respuesta, que como pensaba era negativa, y luego dijo para escudarse en caso de que descubriera algo:
–Lamento haberle dado esperanzas, pero pensé que había un aire familiar en esta chica. Alguien que he visto en televisión o en los diarios, un rostro bonito. Tal vez es una coincidencia. Lo siento mucho, Vignac.
A Fernando Tasse le importaba muy poco la presencia de la policía rondando por todos lados, y realizó sus sesiones normalmente. Al final del día, mientras transcribía algunas notas y hacía apuntes, notó algo que le había pasado desapercibido. Parecía una increíble coincidencia, a no ser que un paciente hubiera sido sugestionado por otro a propósito, para soñar con lo mismo. Volvió a revisar y notó que los mismos elementos aparecían en las pesadillas y en los comentarios del grupo. Por extraño que fuera el contagio, sabía donde estaba el origen, porque el primero que le había relatado esas imágenes fue Ulises, horrible imaginería fruto del pavor nocturno.
Salió de su consultorio y cruzó el pasillo, que a esta hora permanecía tranquilo como un cementerio, comparado con la agitación del día. Buscó en las historias y en seguida notó que lo mismo que unos soñaban, otros lo veían despiertos. Sobresaltado, miró sobre su hombro. No sabía cómo, pero si por alguna razón unos actuaban lo que otros temían o deseaban, todos corrían gran peligro. Quería hablarlo con los doctores Avakian o Massei, con quienes tenía mayor confianza; pero al salir de nuevo al pasillo se dio cuenta de la hora que era. Ya se habían marchado hacía horas. Y su esposa lo esperaba. Se había olvidado de mirar el reloj. De todas formas, consideró, podía comentarles por la mañana.
Lucas resistió la tentación de volver a la clínica y se contentó con un llamado para chequear cómo estaban las cosas. Era medianoche, el rumor del tráfico servía de fondo al aullido de los perros al pasar el recolector de basura por su calle. Tenía las cortinas descorridas. Luego de colgar, se sentó en la cama e hizo una pausa, juntando coraje para leer de nuevo las hojas manuscritas.
El trozo que Vignac le había entregado comenzaba de forma abrupta. “No puedo creerlo, Dimitri descubrió que Tomás Lara es uno de los rastreadores. Ha logrado engañarnos porque lleva el nombre de su padre. Lo que nos contó de su vida parece cierto pero sus intenciones...” La autora agregaba unos comentarios deshilachados contando cuánto le había impresionado enterarse de que el hombre con el que había paseado, conversado y bailado, que había sido invitado a pasar una quincena en su finca y que había salido con Charles, en realidad había estado acechando mientras se hacía pasar por un amigo. Esta indignación, que sin duda había sido la primera emoción, daba lugar luego de un espacio vacío en la hoja, a una seguidilla de frases llenas de odio y deseo de venganza. La letra se escurría; había escrito apurada o alterada. “Como me gustaría encontrármelo de frente para arrancarle el corazón con mis propios dedos y sentir cómo deja de latir en mis manos.”
La otra fotocopia comenzaba en una fecha posterior y refería primero a hechos cotidianos. Ella registraba con ironía lo que le había dicho una tal Diana y describía los lugares que habían visitado. A esta pequeña entrada seguía algo del día siguiente: “...y me encontré a mi padre encerrado con el traidor, no pude contenerme y me lancé sobre él, al fin tuve la oportunidad que tanto ansiaba de terminar con él con mis propias manos. Su sangre era sabrosa o tal vez sea el placer de la venganza. Aunque mi padre me detuvo y lo mató él mismo, esta vez le hubiera peleado la presa si no fuera porque se me adelantó aprovechando su fuerza mayor.”
Lucas dejó de leer, asqueado. No podía evitar imaginarse estas criaturas, rapaces, violentas, lanzándose sobre el cuerpo del indefenso Tomás Lara.
“Diana estaba preocupada porque nos encontraron, temía que vinieran otros, y mi padre decidió partir de inmediato, aunque no parecía muy asustado. Escribo esto porque no puedo contarlo a nadie, ni a Diana. Me miró con ternura después de lo que hicimos, como pocas veces lo hace, me abrazó. Creo que en el fondo me tiene lástima porque perdí a Charles. Si supiera que poco me importa ahora. Estoy feliz o exaltada o satisfecha con el triunfo, ni siquiera van a poder encontrar el cadáver de Lara, ni siquiera podrán tener sus restos, aunque me hubiera gustado ver sus rostros al encontrarlo con las marcas de nuestros dientes en él.”
–Charles, Diana... su padre, ¿dónde está ahora esta familia tan unida en el momento del crimen? –Lucas murmuró, temblando.
Esta mujer andaba suelta por Santa Rita, podía ir y venir todo el día como un lobo entre corderos, ¿y debían protegerla de su perseguidor? En cuanto a su afán por la sangre, Lucas no pensaba como Vignac que se tratara de criaturas especiales, no más que Cristian Miura o cualquier asesino. Al menos las historias tradicionales, Bram Stoker y demás, no encajaban con lo que él sabía de Carolina Chabaneix. Se trataba de una mujer fatal, por decirlo así, una vampiresa. Pero no se derretía al sol, comía como cualquiera, no se transformaba en un murciélago para salir volando y tampoco tenía fuerza sobrehumana. No se podía detener con un crucifijo ni una ristra de ajos, ni siquiera con un pentáculo como había dibujado Vignac tras la puerta del salón. Declarándose incapaz de conciliar el sueño por el resto de la noche, Lucas se cambió de ropa y salió de su apartamento. Volvería a la clínica, aprovechando el viaje, la velocidad, para despejarse. Se había metido las copias del diario en un bolsillo del pantalón.

Texto agregado el 27-05-2008, y leído por 124 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
27-05-2008 me gusto mucho,mucho! la forma de narrarlo perfecta me perdí con tantos nombres pero me parecio la historia de vampiros mas original hasta ahora! mis 5* wicca
 
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