Lina se escurrió del salón comunitario, donde los pacientes estaban actuando de forma extraña. Presentía que no era un simple contagio de nervios, porque también los encargados mostraban signos de estar influenciados por algo maligno. Cuando unos pacientes se mantenían inmóviles, absortos en sus fantasías, Teresa y la auxiliar Pérez se enfurecían con ellos, los sacudían con impaciencia y los empujaban con fuerza. Un joven se había bajado el pantalón enfrente del sillón donde Lina estaba sentada, y en lugar de llevárselo, Teresa le gritó que era una pervertida. Ella se levantó con la firme intención de tomarla del cuello, pero se contuvo a tiempo, dándose cuenta de que no podía dejarse llevar por sus instintos. También se sentía frustrada, sólo pensaba en atacar a los que se le cruzaban. Su santuario se estaba trastornando.
–Esto podrá sonarle extraño, pero yo también me considero un científico y no me interesa perder el tiempo –explicaba Vignac en el teléfono–. Se encuentran en un punto de alta densidad espiritual, como Stonehenge, el Mar Muerto o el Monte Atos, lugares que la humanidad ha elegido a lo largo del tiempo como centro de devoción y de culto, un lugar sagrado.
–Pero ¿por qué ahora? –replicó Massei desde su consultorio, todavía revolviendo entre sus dedos la tarjeta que Vignac le había dado y que encontró en el suelo luego de que Lina se marchara.
–No lo sé con exactitud, algún elemento se ha cambiado, destruyendo el equilibrio –especuló el otro, y luego de una pausa agregó–. Debo ver qué hay allí para descubrir qué está pasando.
–De acuerdo –respondió Lucas de inmediato, ya que daba lo mismo, ¿qué mal podía hacerles un erudito en escritos antiguos?
Luego de colgar, el doctor se sacó la bata y abrió la puerta, dándose cuenta de que por primera vez tenía que armarse de valor para salir, cuando estaba acostumbrado a deambular entre la gente de la clínica como si nada. Esto lo perturbó más que la fuerza descomunal de Ulises o el descaro de Aníbal. Por eso se dirigió hacia la recepción para comentarle a Valeria un detalle y recuperar el ánimo antes de volver a los pacientes; pero en el mostrador se encontró con la nueva empleada, y abatido, recordó a Cristian.
La mujer alzó hacia él unos ojos desconfiados. Sin embargo, era la única que hoy no le daba inseguridad. Había cierta piedad en su mirada, y meditó que podía ser por la cruz que llevaba. Él no era religioso, aunque de pequeño sus tías, que lo criaron tras el accidente de sus padres, habían tratado de inculcarle el amor a Cristo. Resultaba irónico que a esta altura buscara explicaciones irracionales en un pseudo espiritista con ínfulas de experto en parapsicología, y recordó que Vignac le había caído antipático; excepto cuando estaba en su presencia y lo encantaba con su labia.
Pero ya no podía hacerse atrás, así que lo recibió y acompañó en su ronda por la clínica. Atardecía cuando Vignac entró, pasando por delante de Jano sin saludar. El cuidador, acodado sobre su escoba entre las hojas sin barrer, estudió con suspicacia su costoso traje.
–Buenas tardes –Vignac se detuvo un momento y saludó a las secretarias con galantería; cualquiera diría que no las conocía.
Valeria se sonrojó pero Deirdre no reaccionó, más preocupada por lo que fuera a descubrir que por su simpatía, e impaciente porque llegara la hora de marcharse a su casa. El reloj marcó las seis y salió disparada hacia la puerta, mientras la más joven remoloneaba con unos papeles para esperar a su amante, ansiosa. Vignac, por su parte, sólo se movía por curiosidad profesional.
Para construir la clínica se había utilizado una antigua casa burguesa de verano, a la que se le añadió una cocina más amplia en la parte de abajo y un anexo para tener más cuartos. El patio interno había sido techado y una parte del tejado reparada, pero ninguna estructura había sido modificada. Vignac recorrió el lugar en silencio, al parecer prestando atención al edificio y no a los ocupantes.
–Ya lo intuía, Massei –declaró–, por la zona y la forma de la casa, fue construida por masones. ¿Tiene idea de quienes eran los dueños anteriores?
–Sí –respondió Lucas en seguida–, pero no eran nada de eso. Fue comprada en remate a principios de siglo, luego de que su dueño quebrara...
–El marqués de la Laguna, se dio en quiebra luego de que su esposa se suicidó y la familia de su suegro le quitó el apoyo económico. Tenía un saladero. Pero no fue el que construyó la casa, sino su amigo Silvestre D’amico, quien se hacía llamar alquimista.
El doctor Massei se detuvo en medio del patio interior, estimando cuánto sabía ya Vignac. A esa hora el espacio estaba sumido en la penumbra, frío y húmedo. Vio que el otro sacaba una linterna del bolsillo y recorría con su luz los rincones y zócalos, desplazando las sombras. Nunca había sentido que el patio fuera un lugar desolador hasta ese atardecer que sintió el eco de sus pasos en las frías paredes. El haz de luz se detuvo sobre el dintel de una puerta, labrado con hojas y frutos que enmarcaban una cruz en forma de T con dos barras en diagonal.
–Los protectores parecen seguir en su lugar –murmuró Vignac, tomando notas. Lucas alzó las cejas, estoico. El acento extranjero se confundió, en el tono urgente y enérgico que ahora usaba para recontar los datos–. Es interesante que esta residencia haya sido tomada como clínica psiquiátrica. En otra época se los hubiera llamado visionarios, chamanes, profetas; muchos de ellos estaban tan locos como sus pacientes. Pero tenían el poder, o sea la sensibilidad para percibir cosas que nosotros no tomamos en cuenta, y la intuición para hallar relaciones donde sólo vemos casualidades. Eso es el destino... ¿Lo aburro, doctor Massei?
Lucas sacudió la cabeza, había quedado absorto en los detalles que Vignac le iba mostrando mientras avanzaban por el corredor: el labrado de las rejillas de respiración de los cuartos, en forma de floridas cruces; el diseño de las cerámicas del piso y la forma en que el sol poniente caía exactamente por la ventana del comedor.
–Allí había un vitral –recordó Massei–. Algo religioso... un caballero con armadura cortando la cabeza de una bestia, un dragón.
–Muy sugestivo –asintió Vignac–, pero seguramente era un adorno.
Massei lo siguió fuera del comedor, cruzándose con varios internos. Parecían abatidos, cansados. También él tenía ojeras, como si en ese ambiente tan sólo respirar fatigara. Vignac los ojeó sin fijarse mucho en ninguno y se volvió resuelto hacia una puerta del otro lado del salón.
–¿Qué es eso? –señaló, de pronto interesado.
–Un pequeño almacén donde se guardan los materiales de la terapia ocupacional.
Vignac esquivó los sillones y se detuvo a estudiar esa puerta, sacando una brújula del bolsillo para cerciorarse de que tenía la ubicación correcta. Lina, que había resuelto bajar a cenar para no tener que dar explicaciones, aunque no se sentía lista para enfrentarse con la gente, los vio al bajar el último escalón, y quedó petrificada. Rápidamente, se dio vuelta intentando volver arriba, pero el ojo de Lucas la había captado, ya que no estaba tan concentrado como Vignac en su aparato. Para evitar caer bajo sospecha, Lina se volvió fingiendo naturalidad y con un esfuerzo mayor cruzó caminando el salón hasta alcanzar al resto de los pacientes, pasando a espaldas de Vignac con la mueca congelada en su rostro. Su corazón latía a toda prisa. No quería que la viera pero ardía por lanzarse sobre él y arrancarle las entrañas con sus uñas. Mantuvo la compostura bajo la mirada del doctor.
–Se nota que han cambiado esta puerta, porque es más moderna que las otras. Era un punto de balance con el poniente.
–¿Qué tiene que ver la puerta? –preguntó Lucas, entre curioso y enojado por esas insignificancias.
–Es una coincidencia –replicó Vignac, sin sentirse molesto por sus dudas–. Lo importante es que estamos parados sobre un vórtice de fuerzas terrestres, próximos al solsticio y alguien ha intervenido para perjudicar a algunos de sus pacientes. Por qué motivo, no lo sé. Tal vez tengan una queja contra la clínica o pretenden enfermar a alguien.
–¿Cómo que alquien ha intervenido? ¿Quién? ¿Qué se supone que ha hecho?
–Venga conmigo y vea... si no me equivoco mucho, debe ser abajo, más cerca de la tierra. ¿Tienen un depósito, generador o lavadero en el sótano?
Debajo de la planta principal se ubicaba la caldera susurrante, un lugar húmedo, cálido y oscuro, además de unos depósitos llenos de polvo y el cuarto que habitaba Jano, un recinto alargado con un pequeño tragaluz rectangular. Estaba cerrado, pero Lucas estaba seguro de que no había motivos para desconfiar del cuidador, ni para perturbar su intimidad. Al final del tenebroso corredor, una corta escalera llevaba a un laboratorio en desuso. Se había preparado para alojar a un equipo de investigación pero la idea nunca se llevó a cabo y se hallaba clausurado, explicó Massei. Pero Vignac continuó, decidido, y subió los escalones. Sacudió el candado y este cayó al piso. Lucas contempló asombrado las dos piezas separadas. Vignac empujó la puerta, que se abrió con un chirrido, y luego de unos segundos, irrumpió con un movimiento brusco.
Sus pasos resonaron en la estancia vacía. Lo primero que invadió su visión al encenderse la luz automáticamente fueron dos hileras de mesadas de mármol con piletas de acero inoxidable impecables. Los tubos fluorescentes inundaron de blanco el laboratorio, los azulejos de la pared y las estanterías empotradas, repletas de instrumentos aún embalados en bolsas de plástico, listos para ser usados.
Lucas siguió a Vignac, quien se había detenido entre las dos mesadas. En medio del suelo de pulcra cerámica blanca habían pintado un círculo rojo que no llegaba a cerrarse, y en su interior una estrella de cinco puntas. Aunque al entrar había sentido olor a nuevo, a goma, cemento y plástico, ahora Lucas comenzó a percibir el tufo agrio de lo orgánico.
–Bueno... –suspiró, metiendo las manos en el bolsillo–. Supongo que tendré que llamar a la policía.
–¿Por qué? –replicó Vignac, quien se había arrodillado para estudiar el trazado del círculo y estaba midiendo con una cintra métrica el ancho de la sangre reseca.
–Por vandalismo.
Vignac fijó en él una mirada penetrante, que lo hizo sentir de nuevo en jardín de infantes.
–No le servirá de nada. Ellos no entenderán lo que sucede aquí –dijo, volviéndose hacia el círculo incompleto–. Esta es una apertura, un ritual sencillo para desatar fuerzas contenidas. ¿No ha tenido problemas extraños con sus pacientes, aparte de la repentina furia asesina del secretario? Pues es muy probable que los tenga, me refiero a que los pacientes empeoren, que cambien de personalidad... Las fuerzas místicas agitan el inconsciente humano, y sacan lo primitivo que llevamos dentro, nos dan visiones del océano primigenio... Tal vez deba examinar esta sangre. A qué o a quién pertenece.
Lucas lo observó, asombrado por lo misteriosa que podía ser la vida de un filólogo, mientras Vignac tomaba de un anaquel un tubo de ensayo para guardar una muestra de sangre que rasconeó con la lima que llevaba siempre en su bolsillo. Luego le entregó el tubito, y mientras Lucas lo guardaba en el bolsillo y salía, sin que lo viera tomó una muestra para sí mismo.
Arriba, habían terminado las actividades del día y la cena, y las auxiliares iban a las corridas controlando que todos fueran a sus cuartos y que tuvieran su medicación. Lina se puso en la fila detrás de Juan, un gordito que también iba al segundo piso. Al salir del comedor cubierta por su masa, asomó la cabeza por encima de su hombro, acechando la presencia de Massei o Vignac. Ya que no habían vuelto del sótano al que habían bajado media hora antes, según los escuchó murmurar desde el comedor, salió disparada hacia la escalera, pasando con éxito entre las enfermeras. Se entreparó en la puerta de su cuarto, alerta: al otro extremo del pasillo los divisó. Habían subido por la escalera de servicio. Los separaban sólo un par de personas que seguían hablando en el pasillo pero se dispersaron al ver venir al doctor Massei, entrando a sus respectivos cuartos. Vignac se detuvo para mirar a Lina, pero ya se había esfumado de su campo de visión.
–No digo que deba sospechar de sus colegas o de los empleados, Massei –murmuró Vignac, contestando a sus dudas–. También puede tratarse de un interno pero... lo que vimos no es obra de un loco. Hay un orden, un método que se ha seguido tal cual lo indican los textos de alquimia o nigromancia.
–Es cierto que hay un par de pacientes que muestran interés por esos temas –indicó Lucas, dándose vuelta en seguida para hablar con el ocupante del primer cuarto, mientras Vignac esperaba afuera, ojeándolos, al parecer sin prestar atención.
Lina escuchó junto a la puerta abierta y se preguntó si Massei pasaría de largo. Parecía especialmente meticuloso hoy, ya que se detuvo a conversar con cada paciente. Miró en torno, estudiando su propia habitación en busca de recuerdos delatores y luego de un escondite. Estaba el ropero, pero si lo abrían no tenía cómo ocultarse, y debajo de la cama parecía poco razonable. Escuchó sus voces, aproximándose. El acento y el tono de voz de Vignac le hicieron recordar claramente a su hermano y por un instante revivió su juventud. Se subió al marco de la ventana y se acurrucó en el pequeño espacio entre la reja y la cortina, acomodando los pliegues azules para que no vieran el bulto que formaba.
–No está aquí –comentó Lucas, luego de golpear.
Ambos entraron en el cuarto, iluminado tenuemente por una lamparita junto a la cabecera de la cama. Todo estaba ordenado y no parecía habitado, excepto por un saco azul sobre la cama y las pinturas sobresaliendo de la carpeta que Lina había dejado sobre la mesa. Lucas no había vuelto allí desde el incidente con Ana, y la imagen de las dos mujeres se confundió en su recuerdo, una derrotada y bañada en sangre, la otra lidiando consigo misma en gran confusión.
–Muy buena técnica –murmuró Vignac, ojeando los retratos.
Lucas se había dirigido a la ventana, sintiendo la brisa fría que subía después de la caída del sol, y apartó la cortina para cerrarla.
–¡Ah! –exclamó alguien a sus espaldas. Era una enfermera con un vaso en la mano–. ¿No está Lina? Creí verla subir, y no pasó por su medicación...
–No estaba aquí –contestó Lucas, sonriéndole a la confusa muchacha y conduciendo a los otros afuera, le ordenó–. Búsquela. Quiero que tengan un cuidado especial esta noche con todos los pacientes.
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