Alguien me dijo que había escuchado, sostenido por dos cuenteros locales, el siguiente diálogo
—¿Qué es lo que harías tú para lograr que un burro cambie de sexo?
—¿Qué un burro cambie de sexo? No veo para qué y nunca se me ha ocurrido pensar en eso.
—Bueno piénsalo ahora y trata de encontrar la respuesta.
—Es que… no le encuentro sentido. Dime tú la respuesta.
—Pues yo lo pondría a leer los textos de aprendizdecuentero.
—No entiendo para qué.
—Pues hombre, para que seaburra.
—¿Para que se aburra???
—Eso. Para que seaburra. ¿entiendes? Para que sea burra.
Motivado por este estimulante comentario, intento presentar a ustedes algo diistinto. Tal vez no mucho. Es… una historia de amor.
Y puede que, en este momento alguien pregunte extrañado.
—¿Algo… distinto??????
GORDO
Esta es una historia de amor, de un amor diferente.
Una de esas historias difíciles de comprender porque no había entre sus protagonistas esos lazos convencionales que unen a las parejas.
Ella. Pequeñita, de figura esmirriada, desgarbada, de carita descolorida, ademanes tímidos y unos grandes ojos que parecían estar siempre a punto de llorar.
El. ¿Cómo podríamos describirlo? Pues con una sola palabra: era, había que reconocerlo, feo. De cuerpo redondo, sostenido por unas extremidades excesivamente delgadas, el paso torpe, el cuello largo y flaco sobre el que descansaba una cabeza desproporcionadamente pequeña con un par de ojos saltones que no veían de frente sino que, volteado de perfil, miraba solamente con uno de ellos.
Sin embargo, al momento de encontrarse, se estableció entre los dos una relación de simpatía que ninguno pudo disimular.
Como acostumbran decir ahora: Entre ellos “hubo química”.
El, sin pronunciar una sola palabra, intentó agradarle, esponjó más aún su rechoncho cuerpo sobre el par de huesudas extremidades, alargó presuntuosamente el cuello y la miró de lado, con, únicamente, el ojo derecho.
Ella sonrió complacida y preguntó con tímidez: ¿Cómo… cómo se llama? La señora que lo llevó a la casa, tía lejana de la familia, contestó secamente:
—No tiene nombre.
Él la contradijo a su manera.
Esponjándola más, irguió su figura e intentó unos torpes pasos como de una danza ritual, rodeando a la niña, al tiempo que gritaba, estirando el cuello:
—Gordo, gordo, gordo, gordo.
—No tiene nombre —confirmó la tía— como ves, no es más que un vulgar guajolote. O pavo, si es que quieres llamarle de otra manera.
La niña aclaró con firmeza:
—El dice que se llama Gordo y voy a llamarle así.
Esto ocurrió a principios de noviembre y, a partir de ese día, la niña lo tomó bajo su protección. Lo llevó al patio trasero de la casa, se encargó de alimentarlo, de vigilar que tuviera siempre agua limpia para beber y le acondicionó un cajón grande de madera como lugar para dormir. Gordo se veía cada vez más grande y fuerte. Cuando veía a la niña acercarse, esponjaba las plumas, abría la cola como un gran abanico, estiraba el pescuezo y bailaba, rodeándola, la misma danza de todos los días.
Una noche, a mediados del mes de diciembre, la niña sintió hambre y recordó que, sobre la mesa de la cocina, había visto un platón de galletas. Se dirigió hacia allá y, al pasar frente a la recámara de sus padres, oyó que mencionaban a Gordo y se detuvo a escuchar.
—Gordo está ya muy crecido y creo que bastante pesado—Decía el papá.
—Si —contestó la mamá— estará justo en su punto para la cena de Navidad. Habrá, no sólo suficiente para toda la familia, sino que hasta podremos compartirlo con algunos vecinos. El problema es que nunca he matado un pavo y no sé cómo debo hacerlo.
—No te preocupes, mujer; de eso me encargo yo —aclaró el papá— te lo voy a entregar limpiecito y desplumado para que tú, le extraigas las menudencias, lo dejes marinar en un buen vino, le pongas un rico relleno y lo lleves a la panadería a que Don Venancio lo meta al horno. Va a quedar para chuparse los dedos.
La niña palideció, sintió que el piso se hundía bajo sus pies o que el techo se derrumbaba sobre su cabeza. No lo podía creer, papá y mamá estaban hablando de matar a su Gordo.
Se olvidó de las galletas, regresó a su cuarto y se tiró en la cama hundiendo la carita en la almohada para que no la oyeran llorar; luego se quedó dormida.
Al día siguiente, despertó muy temprano pensando en la manera de salvar la vida de su Gordo y lo hizo con tanto empeño que, a la hora de levantarse, ya había tomado una determinación.
Hablaría con Andrés.
Andrés era, entre sus compañeros de la escuela, el indicado para salvar a Gordo. No era el más aplicado del salón, pero si el más fuerte, el más decidido y el más valiente.
La había defendido cuando un niño de otro salón intentaba quitarle su manzana.
Había achatado con una piedra el clavo que sobresalía en la banca donde ella se sentaba a la hora del recreo.
Había triunfado en la carrera de obstáculos que el profesor Cataluña organizaba anualmente.
Había sido el campeón goleador en el pasado torneo de futbol .
Y había ahuyentado, a pedradas, al gato que pretendía comerse los pequeños pajarillos que piaban en un nido sin poder volar aún.
Le pediría a Andrés que se llevara a Gordo y le salvara la vida.
Después del desayuno, reanimada con aquella idea, se dirigió a la escuela. Era 20 de diciembre y faltaban sólo cuatro días para la cena de Navidad.
A la hora del recreo habló con Andrés y le dijo que iba a regalarle a Gordo, pero que tenía que sacarlo en secreto y sin que sus padres se enteraran, por lo que habría de ir a su casa esa misma tarde y esperarla en la puerta trasera hasta que ella saliera a entregárselo.
Ya en su casa, a la hora convenida, se dirigió cautelosamente al patio trasero donde estaba Gordo. Intentó atraparlo, pero el pavo parecía creer que se trataba de un juego y se escapaba. Cuando por fin lo alcanzó, Gordo empezó a cantar estruendosamente su cantaleta de siempre:
“Gordo, gordo, gordo, gordo”. La niña intentaba hacerlo callar diciéndole en voz baja:
—Cállate, Gordito, cállate. Que no se enteren que te estoy sacando de aquí. Andrés va a llevarte a su casa para ponerte a salvo. De vez en cuando, yo iré a visitarte, te lo prometo. Vas a estar bien ahí, Andrés es bueno y podemos confiar en él.
Abrió la puerta con cuidado procurando no hacer ruido. Andrés, el héroe salvador, recibió a Gordo y se alejó con pasos apresurados.
Antes de cerrar la puerta, la niña observó la calle hacia un lado y otro y comprobó que estaba vacía. Todo había salido bien; lanzó un suspiro de alivio.
Ya en su habitación, intentó leer un libro de cuentos sin poderse concentrar. Dejó el libro y se acostó en la cama cerrando los ojos como si estuviera dormida. Temía delatarse si le preguntaban por Gordo.
Fue a la mañana siguiente cuando, a la hora del desayuno, la mamá comentó la noticia en un tono mezcla de coraje, alarma y sorpresa..
—Gordo no está en su lugar, parece que se escapó desde ayer. No me explico cómo porque la puerta que da a la calle está siempre cerrada. Pregunté a los vecinos y nadie lo vio salir. No entiendo qué fue lo que pasó.
La niña agachó la cabeza para ocultar el rubor que sintió aparecer en sus mejillas.
—No vayas a ponerte a llorar —la reconvino la madre, interpretando equivocadamente su actitud— de todas maneras no iba a quedarse aquí por mucho tiempo.
—Lo que no entiendo es —agregó con un gesto de extrañeza— ¿cómo pudo desaparecer sin dejar huella?
Al día siguiente empezaron las vacaciones de fin de año que transcurrieron sin novedad hasta que, el primer lunes de enero se reanudaron las clases y regresó a la escuela.
A la entrada no vio a Andrés y durante la clase estuvo inquieta y distraída esperando la hora del recreo para hablar con su amigo y preguntarle por Gordo.
Cuando sonó la campana que anunciaba la hora del descanso, salió apresuradamente al patio de recreo, para buscar a Andrés y pedirle informes.
Lo encontró jugando, entusiasmado, con otros dos niños y no quiso hablarle delante de ellos. Tuvo que esperar hasta verlo solo y se acercó sintiendo que el corazón le palpitaba fuertemente.
—Andrés, ¿Y Gordo? —preguntó— ¿Qué me dices de Gordo?
—¿Gordo?— le regresó la pregunta Andrés.
—Si. Gordo, el guajolote, el pavo ¿Cómo está?
—Mi mamá me encargó que te diera las gracias—dijo Andrés.
—Pero ¿cómo está? cuéntame.
La cara de Andrés se iluminó con una franca sonrisa, con la mano extendida dibujó en su cuerpo un círculo que abarcaba su estómago, se dio en él unas leves palmadas y agregó.
—¡Estuvo riquísimo! ¡delicioso! Nos lo cenamos en Navidad.
La niña agachó la cabeza, se dio vuelta despacio y se alejó, lentamente, paso a paso, mientras las lágrimas corrían incontenibles, por sus mejillas.
Guajolote .- Pavo común que se acostumbra comer en México, relleno de ciruela, manzana, almendras y otros vegetales, cocido en el horno, para la cena de Navidad.
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