El viejo Max, patriarcal figura, controlaba todos los asuntos de la familia y nada escapaba a su ojo avizor. Todos lo respetaban y el amor también alcanzaba para este hombre recto. Él disponía una actividad y esta se llevaba a cabo en todos sus detalles. El hombre era autoritario, pero también generoso. Y esa era, acaso, la clave para que todo lo concerniente a su persona, fuese objeto de veneración.
Cuando sus hijos se casaron, el organizó todas las fiestas, contrató al personal más idóneo y no escatimó gastos para que cada uno de su larga progenie, quedara satisfecho.
Así, sus yernos y nueras lo amaban como si él hubiese sido el padre que le dio la luz a sus vidas. Y a sus ochenta y tantos años, su ancestro era poderoso, imperturbable y sin trazas de que esta situación cambiara alguna vez.
¡Que feliz se sentía Max, transfigurado en el rubicundo sol de ese sistema planetario conformado por todos sus familiares. Amaba proteger a todos y cada uno de ellos, estaba pendiente de cada minucia, nada escapaba a su juicio.
Y esa mañana, sonreía complacido al sentirse rodeado por aquellos seres que tanto amaba.
Esposa, hijos, yernos y nueras, abandonaron aquel asilo, con el alma hecha pedazos. Max, ahora ya estaba en su cuarto y era imposible adivinar en que pensaba. Su esposa se enjugó sus lágrimas y rogó al cielo para que su Max, su amado Max no sufriera la terrible ausencia...
|