EL MEJOR REGALO
Referente Histórico
Fray Domingo de las Casas vino como misionero a América en 1533. Se unió al conquistador Gonzalo Jiménez de Quesada y fue el encargado de realizar la misa con la que se fundo Santa Fe de Bogotá, en 1538. En 1539 regresó a España, muy enfermo, y murió en Sevilla unos años después.
Año de creación: 2007
Ganador del concurso Bogotá: Historias Paralelas
Querida Rosalina:
Aún recuerdo que te debo algo. Ese día que me dijiste que me darías el regalo que nunca nadie más me daría y me tomaste de la mano y me hiciste correr por las calles inundadas del barrio como dos niños. Te recuerdo a mi lado apretándome la mano con tus ojos llenitos de emoción y tu sonrisa que despierta duendes y hadas, allí parados los dos viendo pasar ese enorme barco de madera que olía a mar, con sus grandes velas ondeando con el viento de la noche, aferradas inseguras al mástil. Sus pequeñas ventanas por los costados que parecían ser ocupadas por rostros de hombres recios y marchitos por la sal del océano. Su ancla oxidada y carcomida por las profundidades de miles de océanos. El color púrpura que emergía de su interior, sus amarres, sus barriles, sus poleas de todos lo tamaños. Esa enorme mole cruzando rauda por los congelados mares de asfalto de nuestra ciudad Bogotá.
Era una enorme procesión. Detrás de él parecía venir el cura del veinte de julio con un enorme Cristo sangrante, sostenido por muchos feligreses y las plañideras detrás cantando letanías y sollozando por el Dios hecho hombre. A lo lejos, como una visión, el cura balancea ese enorme copón con incienso, que va dejando una estela de humo y aroma.
Una enorme fiesta con muchos niños alzados en hombros por sus padres con pequeñas banderas rojo amarillas agitándolas entre carcajada y carcajada. Miles de festones cayendo del cielo de tantos colores que brillaban como polvo de estrellas. Tanta luz te hacía ver como un ángel. Esa avidez tuya de mirar sin parpadear para no perderte ni un segundo del acto, con tus labios entre abiertos sonriendo y tu pequeña lengua tímidamente asomándose. Eras un ángel que me regalo el mejor de mis recuerdos, el que me mantiene vivo a pesar de mis sufrimientos. De tanto alimentarme de él he acabo por añorarlo, por desear vivirlo de nuevo. Tal vez sólo fue un sueño de mi senil memoria, tal vez ni siquiera existas, seguirás siendo un ángel de los miles que aparecen para estas épocas de desolación y conformismo. Pero se que es posible que sí existas porque no sólo tengo de ti ese recuerdo, también te recuerdo tomando mi mano y tu brazo rodeando mi cintura, mientras que girábamos sobre la pista al son del manisero. O en aquellos ocasos que buscábamos las praderas de la sabana para recostarnos, tu rostro manchando de luz naranja y tus labios sosteniendo un sol que se fundía en ellos. Corrías por el entablado crujiente de la casa, abanicando tu enorme falda y tus suaves carcajadas que me llenaban de gozo.
Esta enorme deuda de felicidad que he venido recogiendo cada día, cada noche, durante mis últimos años, me ha llevado a escribirte esta carta aún en contra del temblor implacable de mis manos. Este agradecimiento que crece con el recuerdo me ha dejando una enorme sensación de culpa que he querido subsanar hoy. No sólo te escribo para decirte que no te he olvidado, también quiero decirte que la deuda que hoy quiero pagarte ha estado presente y aún más estos días que de tu sonrisa me he alimentado.
Me he molido los sesos pensando la mejor manera de pagarte con un imperecedero regalo que pueda hacerte. Para eso he recurrido a mis álbumes de escritos. Dentro de ellos he buscando uno por uno el mejor que pudiera ser tan simple como el que tu me diste, pero a la vez tan memorable. Quizás lo único que no recuerdo es cómo te alejaste, cómo te perdí, por qué ahora en estos momentos no estas conmigo. Mi larga experiencia me dice que es lo mejor, los acabados no nos podríamos ayudar. Pero sin estar presente me has ayudado y de tanta búsqueda he dado con el mejor regalo que nunca nadie, en ningún lugar del mundo, te pueda dar. Te adjunto a esta carta los escritos que hice de este extraño descubrimiento:
Cuando era niño y recorría las calles de la Candelaria en Bogotá de la mano de mi padre, vi a un hombre sentado en la esquina de la Catedral Primada. Era un anciano que parecía haber sido dejado allí con la construcción de la catedral. Mi curiosidad de niño me llevó a concentrar imprudentemente mi mirada en él. El hombre cuando se percató que le miraba, me sonrió y me guiñó el ojo. Luego vi como se alejaba sentado en su banco sin quitarme la mirada. Al pasar el tiempo y siendo un poco mayor, alguna circunstancia de la vida, como ir a la biblioteca Luis ángel Arango en mis épocas escolares, me llevó de nuevo por esa esquina. El recuerdo de niño volvió ahora de adolescente y busqué al anciano de la Catedral Primada. Aún seguía allí, sentado sobre su butaca, mirando pasar gente, sin siquiera estirar su mano para pedir limosna. Debajo del balcón de la Casa del Florero me plante a mirarlo, sorprendido de verlo tal y como lo había dejando nueve años atrás. De nuevo una sonrisa, un guiño y me alejé.
Pasó el tiempo y en la universidad tuve que volver al sector para comprar mis materiales de trabajo en donde doña Pepa, muy cerca de la Escuela de Artes Escénicas. En esa ocasión mi deseo de saber si podría volver a verlo me hizo caminar hacía la plaza de Bolívar y de nuevo lo encontré allí, sentado en su butaca como si el tiempo no pasara. Fue tan poderoso mi descubrimiento de tantos años que me obligue a buscar alguien más que lo hubiera visto, pero nadie de mis conocidos o de las personas a quienes libremente me atreví a preguntar lo recordaba. Me di cuenta que un viejo sentado en una iglesia no es una imagen que perdure por mucho tiempo en la cabeza de alguien. Más éste en particular seguía sentado en la misma esquina de la Catedral Primada que parecía estar allí por siglos. Intenté recopilar imágenes de las más antiguas, en la Biblioteca Luis Ángel, en la Hemeroteca Central, en las paredes de tantos sitios de la ciudad, inundados de recuerdos como la heladería de la avenida de las Américas o en el asadero de las 65 con tercera. En cada imagen de la Catedral Primada, en la misma esquina, un hombre anciano yacía sentado en la misma posición. Eso me sorprendió, claro en las imágenes de 1890 no se podía observar muy bien que fuera la misma persona, tanto como no se veía bien que fuera la misma en una imagen de estos días. Pero cabe la idea de que siempre, cada día de la historia de Bogotá, un hombre estuviera sentado en el mismo sitio en cada diferente época.
Con esa idea quise enfrentar al anciano. Cuando de nuevo pasaba frente al almacén Tía sobre la séptima, cerca de la Casa del Florero, un temor legendario invadió todo mi cuerpo. Sentí como cada célula de mi cuerpo se movía sin poderla controlar, mis manos sudaban sin lograr contenerlas y mi boca salivaba en abundancia, pero mecánicamente avanzaba sin detenerme. Ya frente a él no pude articular palabra. Me miraba sonriente desde el ángulo que le dejaba su silla y mi altura delante de él. No se molesto ni siquiera en levantarse. Sólo me miraba con sus labios en arco estirados.
Me arrodillé ante él sólo por estar a su altura para hablar. Le conté mi historia desde el día que lo vi por primera vez, mi búsqueda de él por los diferentes libros y fotografías y mi idea de que él ha estado cada segundo sentado junto a la Catedral Primada de Bogotá desde su creación. Me miro sin dejar de sonreír, sin siquiera cambiar su rostro para referenciar que lo que le había dicho era una absoluta e incoherente locura.
Desde mucho antes me contestó
¿Antes? le pregunté sin poder llevar mi pensamiento a un momento anterior a la construcción de la Catedral. Toda esa información volaba por mi cabeza luego de haberla almacenado durante la investigación exhaustiva que había ejecutado, todo para descubrirlo a él. Pero fue Fray Juan de los Barrios quien por iniciativa propia llevó a cuestas bloques de varias canteras y así animó a los demás habitantes a llevar piedras para su construcción en forma de cruz en 1572. Anterior a eso fue construida la misma catedral con piedras de tan mala manera que se derrumbó antes de ser inaugurada en 1560. Pero antes no había nada, solo la capilla en la época de descubrimiento.
Exactamente me dijo el anciano casi sin mover la boca.
¿Desde el descubrimiento? Pensé sin decirlo. El tipo me está engañando o sencillamente me temió como a un loco peligroso que dice estupideces y al que es mejor enredar para perderlo más y dejarlo ir devanándose los sesos sin riesgo. Mientras que en mi cabeza se clavaban como flechas con curare estas ideas, no dejé de mirarlo y el de sonreírme.
- ¿Cree que estoy loco?
- Si le digo que no, el que pensará que estoy loco será usted. Pero tengo que decir la verdad, no.
- Entonces ¿usted ha sido testigo de cada evento que ha contribuido a construir la historia de Bogotá, aquí sentado justo al lado de la Catedral? le pregunté
- Desde que llegó Quezada, que se robó las monedas de oro que se habían dispuesto para la construcción de la primer catedral. Hasta la última marcha del ejército el 7 de agosto de este año.
- Lo sabía, si era así. La primera vez que lo intuí creí que la idea era descabellada, pero ahora que me lo confirma me siento mucho mejor. Pero usted habrá vivido tantas cosas aquí ¿De qué eventos históricos ha sido testigo, estando sentado aquí?
- Vi morir a Tisquesusa en la plaza central; vi nacer el mercado que duró mucho tiempo; a Bolívar y a Santander cabalgando con su ejército; la construcción del Capitolio Nacional lo que ahora es el Congreso; vi el crecimiento y modernización del ejercito en cada marcha; Vi incendiar edificios y morir mucha gente en el bogotazo; vi la toma del palacio de justicia y el estallido del tanque; he visto mil marchas, algunas con muertos, he conocido a cada presidente; el avance del transporte, el cambio del idioma hablado y el de la moda año tras año.
Con el pasar del tiempo me daba cuenta que mi curiosidad estaba dándole a esa charla un matiz de entrevista de periodista.
- ¿Quién es usted?
- Sólo soy un anciano que ha estado aquí desde la venida de los españoles.
- ¿Por qué no ha muerto?
- No lo se. Pasó el tiempo y permanecí sentado aquí. El único que ha venido a hablar conmigo ha sido su merced. La gente se acostumbra a ver al anciano sentado en la catedral y no le presta atención por que sencillamente es una molestia de la que se tiene que huir.
- ¿pero sucedió algo, como un castigo a algo que usted haya hecho para que lo condenaran a permanecer aquí sentado por siempre?
- No recuerdo, pero si fuera algo de lo que yo me tuviera que arrepentir lo recordaría. Entonces mi respuesta sería no. No paso nada, sólo llegue aquí, me senté al lado de una capilla de paja a pedir limosna y ya. He permanecido aquí de la misma manera siempre.
- ¿y su ropa, que hace con su ropa?
- Me la regalan. Sólo viene la gente y me da sin preguntar. Es fácil dar sin saber más. Tal vez se piensa inconcientemente que si se sabe la vida de quien recibe una limosna, posiblemente habría arrepentimiento de haberla dado.
- ¿Y la comida? ¿Usted come?
- Si. Sencillamente como. Es un acto que no pienso. Solo como. No se si lo compro o me lo regalan. Solo como.
- ¿Duerme?
- Si. Solo duermo tal y como como.
- ¿Pero de tanto tiempo de vida, debe haber alguna enseñanza que sólo se pueda adquirir estando sentado aquí sin nada más que hacer?
- Tal vez lo único que puedo decir es que es el viento, la luna, la lluvia, las montañas y los hombres los que han construido lo que ahora son y ahora es mucho mejor que antes. Está ciudad es la máxima expresión de la dominación de la naturaleza. Antes esto era selva, ahora es depósito de recuerdos, costumbres y deseos.
Quise permanecer más tiempo allí junto a él, pero no supe que más preguntar. Quería verlo comer y durante mucho tiempo a escondidas lo observe a la hora del almuerzo y nunca lo vi levantarse y comer. Quise además ver cuándo se fuera a dormir, pero hacía las 9 de la noche, el sitio se volvía peligroso y tenía que salir volado.
No pude corroborar nada de lo que me había dicho. Sus conocimientos no iban más allá de lo conocido. A pesar de hablar con él me quedó la duda de que hubiera sido de verdad el anciano que ha visto la historia de Bogotá.
Eso es todo Rosalinda, cada palabra que has leído en estos manuscritos es real. Ojalá hayas sentido la sorpresa que yo mismo experimente cuando lo descubrí. Eres tú la segunda y única persona que lo sabe.
Con esto espero haber pagado con creces la felicidad que me has otorgado por tanto tiempo. Por mi parte debo decir que me siento satisfecho y sin culpa alguna sobre mi cabeza.
Quien te extraña y nunca te olvida,
Domingo.
La mujer dobla de nuevo la carta y los pliegos de texto escritos a mano y los deja sobre la mesa de noche, junto a la vela que ilumina la habitación. Luego con su mano acaricia la cabeza color ceniza del hombre que se encuentra en la cama frente a ella.
- Duerma ya viejo Fraile que de tanto trabajar le han llegado pesados años de desvarío.
El médico que había escuchado la lectura le sonrió desde la sombra y permaneció de pie.
- Es usted muy dulce con él, a pesar de la locura que lo aqueja en sus últimos días.
- Si doctor, él fue muy especial, no sólo porque haya viajado tanto y haya acabado acompañando a los conquistadores y a Don Gonzalo Jiménez de Quesada, sino por que siempre fue muy amable. ¿Ha escuchado las cosas que escribió? Una catedral en el nuevo mundo, en la América, no creo que la reina llegue a tanto. Una ciudad llamada Bogotá, un hombre llamado Bolívar. Esa cantidad de palabras que no conozco, tal vez palabras de indígenas con los que tanto habló, todo es parte de su locura de anciano. La creación de aquella capilla ha sido el hecho que le ha marcado la vida. Lo que más me agrada es que me vea como la mujer que le brindó felicidad en el lecho de muerte junto este puerto.
- Sí, han sido muy buenos sus cuidados. Fray Domingo de las Casas lo merece por ser el predicador más entusiasta en el nuevo reino de España.
- No sería prudente que se supiese que el padre sufrió en su muerte de esta locura vergonzosa. Esta carta debe ser destruida, ¿no cree usted?
- De acuerdo Rosalina.
La mujer prende fuego a los papeles y los deposita sobre el plato mientras los ve consumir. Acomoda las mantas sobre el cuerpo del anciano y de un soplido apaga la vela. La oscuridad vuelve a dominarlo todo.
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