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a mi sobrino Panchi, con todo cariño.


Mi querido tío Panchito fue sencillamente único e inolvidable. Y en el recuerdo fue para mí algo así como el tío Alberto de la canción de Joan Manuel Serrat. Y como éste, él también tuvo una condecoración muy bien ganada, con la diferencia de que jamás la lució y que de niños, sabiendo de su existencia, teníamos que rogarle para que nos la enseñara. Debió ser la condecoración más escondida de la Historia. Era el hermano menor de mi abuelo paterno y ambos habían heredado una fortuna considerable en 1894, antes de la Guerra de Independencia. Sus padres eran españoles y llegaron a tener enormes fincas y muchas casas, entre otras propiedades, tanto en la provincia de La Habana como en la de Santa Clara. Mi abuelo Julián, con el tiempo, y con el poder del dinero heredado que durante años conservó porque no se involucró en la guerra, llegó a ser dueño de casi todas las casas del pueblo en que había nacido y donde vivió toda su vida. Fue Juez de ese pueblo durante años y el marido de su hija mayor fue el eterno alcalde del mismo hasta el día de su muerte. Este Julián, durante esos años de esplendor y hasta los años 30, fue un verdadero Patriarca en toda la zona, dejando regados un montón de hijos por los pueblos y caseríos de los alrededores. Murió en 1956, poseyendo tan sólo la casa en que vivía con sus dos hijas, una delgada y alta solterona que por siempre se ocupó de toda la familia y la otra la viuda del sempiterno Alcalde. Y murió siendo dueño también de cuatro viviendas más donde habitaban sus cuatro nietas con sus respectivos esposos. Estas cinco casas, todas de madera y amplios portales, estaban continuas en la misma cuadra, a un mismo lado de la calle, dentro de aquel pueblito de siempre, ubicado en la zona más occidental de la extensa llanura de tierra colorada que corría por el Sur de la provincia hasta llegar a Matanzas. A este abuelo, introvertido y bueno, nada filosófico, resultaba casi imposible sacarle una conversación. Nunca bebió alcohol, nunca fumó y fue el perfecto sibarita en cuanto a grandes comelatas se refiere. Pero siempre se enamoró como un muchacho y por ahí lo regaló todo, a las mujeres que hizo madres y a los hijos regados que nunca abandonó y para quienes su puerta jamás estuvo cerrada. Recorrió la vida siempre callado, sin mayores inteligencias, sin involucrase en problemas y siendo sumamente espléndido hasta el día de su muerte. Su vida fue el placer y la bondad. A los 86 años murió plácidamente en su cama.
Pero mi tío Panchito, que sí gustaba de un buen trago de ron y de algunas cervezas bien frías cuando apretaba el verano, vivió prácticamente más de cincuenta años sin tener nada pues de la heredada fortuna tan sólo se quedó con una casa en La Habana. Esta enorme casa fue ocupada durante su ausencia por una amiga de la familia, protegida de Panchito, que después murió en la primera década del 1900, siendo ya Cuba independiente. Y mi tío vivió prácticamente sin nada porque cuando estalló la Guerra de 1895, siendo muy joven, este Panchito donó casi todo lo que tenía a la causa de la Independencia y se unió al ejército como un mambí más, primero en las guerrillas en la provincia de Oriente junto al Generalísimo Máximo Gómez y después muy cercano al General Maceo en la campaña de Occidente. Peleó durante toda la guerra y alcanzó el grado de Capitán y múltiples reconocimientos de los oficiales de más alto rango y de quienes llegaron posteriormente a ser reconocidos como los más encumbrados patriotas de la tremenda lucha. Y siempre mostraba, porque no le quedaba más remedio dentro de su modestia, junto a la más hermosa y simpática sonrisa, una gran cicatriz producida en campaña por un machetazo recibido en la parte izquierda de la cara. Esa marca, que recorría la mejilla completa en profunda diagonal, lo hacía más hermoso de lo que ya era por naturaleza. Por supuesto que cuando lo conocí ya era un viejo, pero muy derechito y activo, siempre elegante, con el pelo abundante y vital, rizado y puramente blanco. Pero nunca olvidaré que riéndose, con la cara enrojecida por la plenitud de su temperamento y adornado con la más perfecta dentadura, se engalanaba de naturalidad y franqueza, para así, sin pretenderlo, convertirse en el centro de atención de donde estuviese. Creo que era dueño de la más hermosa sonrisa que he visto jamás. Era un verdadero caso.
Y todos lo querían y admiraban, principalmente las mujeres. En aquella época nunca pude ni siquiera imaginar porque sus guayaberas eran tan blancas, las más blancas que he visto, ni porqué parecían siempre recién almidonadas y planchadas. En la familia se decía que había conocido a Martí en aquellos primeros días de la lucha en la provincia de Oriente, poco antes de que al Apóstol lo mataran de cara al sol y vestido de luto en la escaramuza de Dos Ríos. Se decía esto en los corrillos familiares porque él era muy cercano a Gómez y éste estaba casi en medio de esa acción en que a solas cayó Martí. Pero Panchito, con lágrimas escondidas tras un brillo especial y distinto en la mirada, que eran en su silencio la única tristeza que apenas podía encubrir, decía que no era verdad, que eran puros cuentos inventados por sus sobrinas. Pero nadie le creía esta negativa porque él jamás se vanagloriaba de lo que había luchado ni de las tantas cosas que de él se decía que había protagonizado en los campos de batalla. Al final, como siempre, ante los comentarios insistentes, simplemente se sonreía con su naturalidad y picardía habitual como diciendo “no se los voy a contar”. Todo en él reía y agradaba. Vivió hasta su muerte en esa casa de La Habana que dejó como única pertenencia, apoyado en el privilegio de no pagar alquiler y apoyado también en la escuálida pensión de Veterano de Guerra con que creyeron compensar lo que había hecho aferrado a sus ideales.
Y vivió así, sin pretensiones y pocos recursos, pero sin perder la compostura jamás, sin molestarse, porque para él la vida era únicamente alegría. Cuando le tocaban este tema, que él siempre trataba de evitar, respondía con el silencio de una sonrisa de comprensión y sabiduría bajo su astuta y brillante mirada. A todos desarmaba. Después, invariablemente, decía sin enojos que “los bandidos de la politiquería se habían quedado con el País entero al final de la Guerra”. Para él, cuando la pronunciaba, la palabra Guerra siempre sonaba a mayúsculas.
Participó en la lucha contra el General Machado que culminó en 1933 con la caída del llamado "aporreador" y en la misma recibió una herida de bala que sólo por centímetros no le destrozó el hombro izquierdo. De esta nueva revuelta, y después del triunfo, pasó calladamente al anonimato. Nunca tuvo un puesto en el Gobierno y jamás perteneció a un Partido político. No discutía.
Pero ninguna de las vicisitudes que la vida le fue poniendo en el camino pudieron destruir aquel carácter de simpatía y eterna sonrisa que lo hacían un hombre encantador, alegre, enamorado y fácil para el arte de entender y conquistar a las mujeres. A los setenta y cuatro años de edad, aparentemente ya tranquilo de tanto luchar, tenía una novia que apenas pasaba de los treinta. Después se supo que esta mujer era algo más que una aventura de viejo enamorado y mucho más que su compañera de ocaso. Sí, y era feliz con esa relación que para cualquier otro sería una locura, porque era enamorado sin sufrimientos, caballeroso, siempre gozando y extrayendo lo mejor de cuanto se le presentaba en la vida sin mayores complicaciones. Y ese desprendimiento, ese no aferrarse con pretensiones de eternidad, ese no sufrir, lo hacían más encantador aún. Por siempre fue un misterio que, como en otras ocasiones en que anduvo en muchas actividades desconocidas por la familia, viviendo aparentemente solo, en aquella enorme casa no había nada regado y cada espacio y todo mueble estaba limpio y bien puesto. Y su ropa, y sus zapatos, y cuanto le rodeaba, como por arte de magia era lo más impecable que se pudiese imaginar. Aquella casa y él, vibraban con el espíritu de alguien más. En la pared principal de la gran sala que daba a un patio interior, tenía colgado su bordón rojo y el machete paraguayo que con su nombre grabado en la hoja había sido su arma preferida en la Guerra. Junto a éste había una foto amarillenta donde aparecía con su sencilla indumentaria militar, extremadamente joven, sujetando las bridas al pie del Generalísimo Gómez que montado sobre su caballo lucía su seriedad y su enorme bigote blanco. Lo más bello que le oí decir alguna vez en casa de mi abuelo, y en cierta forma respondiendo a los miembros de la familia que se preocupaban por sus pocos recursos, fue que él “no requería de nada pues sus necesidades eran mínimas”. Después añadió “cuanto más tienes más necesidades te inventas y por ese camino sólo se alcanza el dolor”. Era un coloso.
En 1957, en plena efervescencia de la Revolución , a los 78 años de edad, en un pequeño apartamento de La Habana, durante una reunión clandestina de actividades revolucionarias donde se encontraron montones de armas y panfletos que acusaban al gobierno de tantas y tantas injusticias, junto a cinco jóvenes más, mi tío Panchito fue muerto, vestido de punta en blanco dentro de un charco de sangre, ametrallado por los esbirros de la Policía Militar de la dictadura del General Batista. Junto a él estaba el cadáver también bañado en sangre de la joven que lo acompañó y se ocupó de él hasta el final de su extraordinaria vida.
Era mi héroe. Y lo será por siempre con su hermosa sonrisa y aquel carácter indestructible. Dentro de mí, para él, y para ella, está mi mejor condecoración.

Texto agregado el 23-05-2008, y leído por 842 visitantes. (10 votos)


Lectores Opinan
04-12-2010 Qué historia! de lo mejor que he leído. Excelente tu forma de narrar y te agradezco la historia de la que no hiciste partícipes. Un abrazo y mis estrellas. Magda gmmagdalena
19-10-2010 Qué buen escrito,jajaja, me reía cuando bajaba la vista para avanzar, me encantó el perfil de su tío, hombre de pocas palabras pero de pergaminos largos, a diferencia de su abuelo que permítame decirle,´vivió plano no?, así como vino al mundo se fue, tranquilo y sin sobresaltos, pero el tío se las traía, dicen que los más calladitos son los que tienen prontuario,jajaja, en el buen sentido de la palabra,y lo bonito es la despreocupación por la ostentación no?, para él su mayor dividendo fue su sonrisa y el amor al final de este sobrino que fue capaz de describirlo y contar perfectamente los acontecimientos donde se movió y desarrolló plenamente.***** maria_eleonor
20-11-2009 Hermoso***** 021259
07-11-2009 1* Murov
23-10-2009 Conmovedor relato. Gracias por traerlo con tanta emoción. ***** makiu
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