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Las cosas no son iguales desde que Mohamed se fue. Ahora no tengo con quien jugar a las escondidas, aunque con Bola lo he intentado, pero los perros son malos para esconderse y sólo encuentran las cosas que desean. La última vez duré toda la tarde encogida detrás de los sacos de harina, esperé tanto que caí dormida; cuando desperté Bola había hallado la manera de abrir los gallineros, estaba tragándose la gallina favorita de la abuela, con los colmillos clavados en el cogote y la sangre en el hocico, como los bigotes que la leche caliente deja, había otra corriendo decapitada, pidiendo auxilio con las alas desesperadas. Unas brincaban asustadas y el resto se apretaban dentro del gallinero, para evitar ser devoradas. Corrí a arrancarle lo que de la gallina quedaba, pero ya no era mucho. Tenía que regresarlas a su sitio, limpiar la sangre, recoger las plumas y asegurar las puertas antes de que alguien llegara. Mejor que creyeran que se había perdido a que supieran que Bola se la comió. Apenas comencé, escuché voces en la puerta, demasiado tarde, pensé. Corrí a las piernas de papá.
- ¡No le hagas daño! De no haberme quedado dormida no hubiera pasado, pero te juro que no volverá a hacerlo.
No era la primera vez que sucedía, la madre de Bola un día lo hizo y papá la mató, para desquitar a la gallina. Le partió el cuello de un solo golpe con el hacha. Dos noches enteras lloró Bola.
- ¿Qué sucedió, porqué lloras?- Me preguntó papá.
Alcé el brazo hacía las gallinas y las miré.
- No te preocupes- fue lo único que dijo, pero qué extraño me sonó.
- ¿No vas a darle ni una patada al perro? ¡Imagina lo triste que están las demás gallinas y la abuela, pobrecita, era su favorita!
Fui hacia el asesino de gallinas y le dije, enojada – ¡haz matado a la gallina favorita de la abuela, no mereces nada, desde ahora ya no serás mi amigo!- pero, claro, Bola no hacía caso, seguía saboreando la sangre emplumada de sus bigotes.
Mi padre le gritó a mamá la noticia.
- ¡Kawa, el perro ha matado a la gallina de la abuela, ven a limpiar! Imaginé a la abuela como a una gallina, con el cuerpo hacía adelante y las piernas flacas, flacas, los pelos viendo arriba y la boca larga, larga, moviendo el cuello al caminar y diciéndonos: Ca ca caaa ca caa. Me dio mucha risa.
El día en que la gallina de la abuela murió, fue el día en que Mohamed no regresó. Desde ese día las cosas han ido cambiando. A papá parece ya no importarle nada, nunca grita, no contesta, habla sólo para pedirle cosas a mi madre y, ni siquiera son muchas veces, tampoco ha ido a trabajar, ni ha sacado a los animales a pastar. La abuela tampoco se enojó por lo de la gallina. Cuando me vio llorar esa misma noche, sólo me dijo.
- No te preocupes mi niña, no es culpa tuya, ni de Bola, él sólo es un perro y no sabe lo que hace y, la gallina sólo era una gallina, enferma y vieja.
Pero de todas formas ella estaba muy triste, si no porqué lloraba.
En realidad yo no lloraba por la gallina, estaba triste por que Mohamed no llegaba. El era dos años más grande que yo, tenía 12. Había días en que me molestaba demasiado, en esos días era insoportable y le dejaba de hablar. Sólo una vez me pegó, estaba jugando con Bola y él llegó a patearle con sus amigos, me enojé tanto que les lancé piedras y una le dio en la mera cabezota, corrió atrás de mí, me alcanzó en la puerta de la casa y me tiró de una patada, papá salió en ese momento y lo vio, le asestó una bofetada que hasta a mí me dolió y le prohibió volverme a pegar. A los pocos días ya estábamos jugando a las escondidas.
Papá nos prohíbe salir de la casa por que con la guerra es peligroso, pero la abuela nos saca una vez a la semana con cualquier pretexto. La guerra lleva mucho tiempo, desde antes de que naciera Mohamed. Hay algunas noches en que los balazos no dejan dormir y nos acostamos con mucho miedo. La abuela dice que eso nunca va a terminar, los kurdos estamos condenados a vivir así, pero a mí me gusta la aldea, los días en que los soldados descansan de matarse, se escuchan los pájaros desde los Montes Zagros. Mi pueblo se llama Du Bes, en el kurdistán irakí. A unos pocos kilómetros de la casa atraviesa el Éufrates, ahí vamos a bañarnos o a lavar la ropa. Mohamed, Bola y yo jugamos siempre que vamos. Yo espero que algún día conozcamos la tranquilidad, pero la abuela dice que eso nunca va a suceder. Ella sabe mucho de todo.
Los sábados son los días en que vamos al Éufrates. Ahí se reúnen la mayoría de las mujeres del pueblo, y también nuestros amigos. Es de los sitios más bonitos que conozco, el agua es clara como un trozo de cristal, a través de ella se miran los peces nadando. Si te paras justo en medio y miras hacia el fin del mundo, se ve cómo el camino va cayendo; a lo lejos, hasta donde tus ojos te permiten ver, el mundo da vuelta. Por las noches, sólo dos veces he estado ahí de noche, el cielo se tupe de puntitos blancos, es imposible contarlos, lo he intentado pero las estrellas fugaces siempre me distraen, y volver a empezar es aburrido, mejor las miro hasta que el sueño me va ganando. Las únicas dos noches que he pasado en el Éufrates, sueño con las miles de estrellas que me miran desde el cielo. La primera vez que dormí ahí, fuimos a refugiarnos de un ataque que sucedió cerca de casa. La segunda, acompañé a la abuela al pueblo de Kirkuk a comprar unas cosas, de regreso, la abuela tropezó con una piedra rompiéndose un pié. Tuvimos que esperar a que alguien viniera a buscarnos, al amanecer, papá llegó con tres hombres del pueblo y nos recogieron.
Mohamed nunca ha visto las estrellas como yo.
- Es maravilloso.
Le dije después de las dos noches.
- Es maravilloso.
El único que ha estado algunas noches ahí es Alí, el mejor amigo de Mohamed, a mí no me cae tan bien porque siempre le dice a todos qué hacer. Alí es un niño mentiroso. Dice que en las noches que ha pasado en el río, llegan un par de peces gigantes, enormes como las piedras de la montaña, las estrellas se juntan hasta hacerse una sola bola blanca iluminada, entonces los peces la miran, cantan con voces hermosas y desaparecen como llegaron. Según él, por eso el Éufrates es el sitio más seguro, los peces le piden al cielo por nosotros.
Mi pueblo se llama Du Bes, que significa dos peces.
Es un lugar bonito, pero peligroso.
Si los peces enormes existieran, nosotros conoceríamos la tranquilidad, pero eso nunca va a suceder. La abuela me lo dice.
- Eres un vil mentiroso- le digo a Alí cuando intenta engañarnos con sus historias- yo he pasado dos noches en el río. Las estrellas nos miran inmóviles desde el cielo. Nos cuidan el sueño a mí y a los peces, porque ellos han de dormir y jamás han aparecido dos peces enormes como las piedras de la montaña.
- Eso es porque tú no tienes fe en ellos. Yo tampoco sabía que existían, pero mi padre me contó acerca de ellos y ahora, cada vez que voy, los veo.
- Ha de ser fantástico. Algún día los he de ver- dice Mohamed, encantado por las mentiras de Alí.
- Demuéstranoslo- le digo, sólo para ver si acepta que ha mentido.
Jamás ha podido demostrar las cosas que dice, siempre se niega ha hacerlo. Excepto una vez.
Cuando los soldados americanos vinieron al pueblo, todos se sintieron felices. Llegaron con la promesa de que todo iba a cambiar, nos dijeron que estaban aquí para liberarnos del mal, de la opresión y los castigos que el gobierno de Irak había cometido injustamente, sobre nosotros. Sobre la guerra yo no se mucho, pero la abuela me lo cuenta. Papá se enoja con ella, le dice que yo soy muy pequeña para saber esas cosas, pero la abuela dice que eso no importa, pequeña o no, la guerra me afecta igual que a todos y por eso debo saber qué es lo que sucede, además la abuela confía en que si desde pequeña me entero de las injusticias que el pueblo kurdo ha sufrido durante la historia, de grande podré ayudar a la gente del pueblo, algo así como la defensora.
A mí me gusta que la abuela me cuente la historia de Kurdistán, si no lo hace, yo se lo pido.
Hace bastantes años, sucedió la peor tragedia que Du Bes recuerde. Mohamed aún no nacía, mis padres no eran esposos y el abuelo seguía vivo. Según dice la abuela, todo ocurrió porque las tropas peshmerga se aliaron al ejército iraní para atacar al gobierno del presidente Husein. Éste se sintió traicionado por los kurdos peshmerga que son irakíes, y como su propio nombre lo indica –dispuestos a morir- no tuvieron miedo de las represalias. Entonces el gobierno lanzó un ataque que duró dos semanas contra el pueblo kurdo: La operación Anfal, sin importar quienes eran guerrilleros y quienes no, es más, no les importó si eran niños, madres o ancianos, los soldados mataron a todos los pueblos, liquidaron aldeas enteras y quienes lograron sobrevivir fue porque huyeron a tiempo a las montañas.
La abuela dice que murieron miles de personas sin merecerlo. Los cadáveres de hombres y mujeres jamás los encontraron, pero un habitante del pueblo, Muhamad Mustafa, junto a otros dos encontraron casi 200 esqueletos de niños. Había huesos de bebés que tenían semanas de nacidos y también, de 3, 4 y hasta 12 años, como Mohamed. Como los cuerpos encontrados estaban amontonados, decidieron darles un entierro a cada uno, los trajeron a Du Bes y los enterraron justo aquí. La matanza todo el pueblo la recuerda como la tragedia de los santos inocentes de Du Bes.
Desde ese día, dice la abuela, el miedo se apoderó de todos como si fuese una parte más del cuerpo, no era algo que sintieran, sino que sabían que traían consigo, como los brazos o el cabello. E igual que los brazos y el cabello, no te das cuenta de su presencia, no los sientes o dices: parece que siento un brazo o siento algo extraño, como si trajera un montón de pelos en la cabeza. Sólo los traes y ya, forman parte de uno mismo y lo extraño sería no sentirlos. Pero también fue el día en que la abuela supo que jamás conoceremos la tranquilidad, dice que es una suerte que conozcamos la palabra, pero por poco ni la palabra tranquilidad nos sonaría.
Sólo hubo una vez en que la abuela, y el pueblo entero, creyeron que las cosas cambiarían para bien. El día que los soldados americanos llegaron al pueblo. Ellos decían que venían a rescatarnos, pero poco duró el encanto. Recuerdo que hasta papá nos dejó salir un rato a jugar fuera de casa, nos reunimos con Alí y salimos en busca de una aventura. Yo propuse jugar a las escondidas, pero ese juego sólo nos gustaba a Mohamed y a mí, el problema es que la mayoría de las veces sólo podíamos jugar dentro de casa y, como es muy pequeña, todos los lugares donde uno pudiera esconderse, el otro ya los conocía. Después de un rato, Mohamed y yo regresamos a casa, después de todo, nos divertíamos más adentro.
Por la tarde, Alí vino a buscarnos y nos contó una historia sobre los americanos y el juego de pelota.
- Es divertido, se debe de jugar con dos equipos, cada uno con cinco jugadores, en realidad son más, pero con cinco se puede hacer. Le lanzas la bola a un jugador contrario y éste debe golpearla con fuerza con un palo, mientras los otros cuatro la intentan tomar en el aire, el jugador corre en círculo hasta llegar de nuevo a dónde estaba, o algo así.
- ¿Y dónde está lo divertido?- le pregunté.
- Es que es un juego para hombres, en América es el juego favorito de los hombres. Todos lo juegan, hasta las personas importantes.
- A mi me parece divertido- Sentenció Mohamed.
- ¿Y a ti quién te ha dicho que en América la gente se divierte así?
- Un soldado que me enseñó a jugar, estuvo bastante rato conmigo y hasta me regaló un dulce.
- ¡Ah, sí! Demuéstranoslo,
Al instante sacó una pelota blanca con líneas rojas, dura como una piedra.
- Con esto se juega al ves vol.
Durante semanas Alí y Mohamed estuvieron jugando como tontos con la pelota, reunieron a todos los niños del pueblo y corrían horas seguidas sobre los niños que, debajo de sus pies, descansan por siempre.
Una noche Mohamed me confesó que empezaba a sentirse molesto con Alí, desde que los soldados le obsequiaron la pelota se volvió más presumido. No se la quería prestar a nadie, no quería que nadie la golpeara muy fuerte por miedo a que se dañase, y si el equipo contrario a Alí ganaba, se enojaba y se iba con todo y pelota. Hasta ya había hecho un equipo con los mejores, si alguien no quería ser de su equipo, lo sacaba del juego o no jugaba y, no jugar, significaba que no había más pelota.
Así pasaron días, aunque Mohamed me viniera a decir lo enfadado que estaba con Alí, apenas terminaba con sus deberes, iba corriendo a buscarlo para jugar al ves vol. Hasta que una tarde, después de que acabó el juego y la gente sus trabajos, se escucharon explosiones muy cerca de casa. En la calle, los soldados americanos abrieron fuego contra los soldados kurdos. La guerra empezó de nuevo, sólo que esta vez sería más brutal que nunca.
Nos acostamos en el piso, todos juntos. Mi madre gritaba aterrorizada, mi padre nos decía qué hacer, la abuela rezaba, Mohamed lloraba y yo veía correr a los soldados de un lado a otro. A ratos los disparos cesaban, se escuchaba un silencio pesado, un silencio más cruel que el sonido de las balas. En los ataques, hay momentos en que las detonaciones se dejan de oír, los soldados se esconden, piensan, traman, descansan y, apenas alguno asoma un mechón de cabello, el ejercito contrario descarga un centenar de balas, quizá piensen que de tantas alguna le a de dar. Cuando esas pausas suceden, el ambiente se hace demasiado tenso, los segundos se alargan una eternidad, como si pudieran estirarse a su gusto, sin importar que el tiempo este establecido. Los soldados son capaces hasta de herir al propio tiempo.
De alguna forma, la guerra es como jugar a las escondidas.
Silencio. Soldados escondidos, nada que hacer.
Un, dos, tres por el americano que se esconde detrás del árbol. Balazos hasta matarle.
Silencio cruel, de nuevo.
Un, dos, tres por el irakí que se oculta en las sombras. ¡Acabemos con él!
Todos se vuelven a ocultar tras su propio miedo, se escucha un silencio infernal. Nadie quiere respirar, nadie quiere exhalar, hasta una gota de sudor puede ser delatora en este silencio. El viejo Abdurrahman, desde su casa, emite un ligero sonido, un pequeño sollozo de auxilio, o fastidio. Un americano nervioso se precipita.
Abdurrahman murió de una bala en la cabeza.
En las escondidas, siempre alguien pierde.
A la mañana siguiente, Mohamed fue el primero en levantarse, salió de casa y fue por Alí. La gente no se había recuperado del último ataque y ellos ya estaban lanzando la pelota. Era el turno de Mohamed, tenía que lanzar la piedra americana a una velocidad y con una fuerza necesaria para evitar que Alí la golpeara, si lograba hacerlo así tres veces, ganaba un punto, a los diez se declararía el gran victorioso de Du Bes.
Se concentró, tomaba la pelota como si estuviese intentando transmitirle una orden por los dedos, miraba fijamente los ojos de Alí, respiraba con cierta calma, el sudor le resbalaba por la frente al mismo ritmo en que actuaba, antes de lanzar la pelota, cerró los ojos, implorando a una fuerza divina que le ayudase, los abrió, impulsó el brazo hacia atrás, girando medio cuerpo y en el instante en que iba a soltar la pelota, papá salió enervado de casa.
- ¡Mohamed, por el amor de Dios, quieres venir aquí!- la súbita aparición de mi padre lo desconcertó al punto de que, sin darse cuenta inmediatamente, lanzó la pelota tan alto que desapareció en el cielo, se fue haciendo cada vez más pequeña, confundiéndose con el claro azul del cielo.
Mi padre regañó a Mohamed como, quizá, nunca lo había hecho. Lo tomó por un brazo, levantándolo del suelo y, una vez dentro de casa, lo arrojó hacia el otro extremo, golpeándose sobre el muro, antes de que se levantara, papá lo tumbó a patadas, le golpeaba la espalda, le abrió la boca de una bofetada y le gritó.
- ¿Qué quieres, imbécil, que te mate un balazo? sabes bien que en momentos de guerra, no se puede salir a la calle- y volvió a descargar sobre Mohamed toda su rabia.
De pronto, mientras le golpeaba, empezó a llorar. Jamás había visto a mi padre derramar una sola lágrima, ni cuando el abuelo murió. Volvió a tomar a Mohamed del brazo, lo levantó y le dio un abrazo, escondiendo su rostro dentro de los pequeños hombros de mi hermano, le acarició la cabeza.
- ¡Perdona, hijo! No sabes cuánto los quiero.
- ¡Perdona!
- ¡Perdona!
Cuando el abuelo murió, mi padre se embriagó una noche, extrañamente, pues en el pueblo no hay nadie que acostumbre emborracharse, y si alguien lo hiciera, seguramente no sería papá, no es propio de él. Después de eso, jamás volvió a mencionar su muerte, y ahora que lo recuerdo, ni siquiera nombró más al abuelo.
La forma en que murió fue trágica, se dedicaba a la venta de ganado, en aquellos años, no le iba muy bien. Kurdistán es una región que no tiene acceso por mar, y concretamente en Du Bes, el calor del verano se extiende hasta noviembre, es decir, las probabilidades de una sequía son muy altas en el pueblo, incluso el Éufrates disminuye notablemente, los animales enferman y mueren, para evitar que se deshidraten, hay que caminar hasta la ciudad de Mosul, donde el Tigris yace, sin embargo, el camino es largo, muchos animales no sobreviven el trayecto, y se corre el riesgo de que este río también este seco. Por lo que es más seguro avanzar hasta el Shatt al-Arab, donde el Éufrates y el Tigris confluyen, pero el recorrido es aún más largo y los riesgos de muerte más elevados.
El verano en que el abuelo murió, la abuela cayó enferma, muy grave, todos pensábamos que serían sus últimos días, entonces el abuelo llegó a un acuerdo con el viejo Hassan, un anciano malévolo. Le vendió todo el ganado por unas cuantas monedas, lo suficiente para administrarle a la abuela medicinas, pero muy poco con respecto al precio de los animales. La mañana en que le sería entregado el rebaño, increíblemente la mitad amaneció muerta, por lo que el abuelo no pudo reunir la cantidad suficiente, ni el dinero que ya le habían pagado. En venganza, Hassan, miembro de la guerrilla kurda, asesinó al abuelo, le cortó las manos por haberle, según él, robado, y después lo colgó de un árbol que se levanta, abandonado, en medio del pueblo, para dejar en claro que ni con él ni con la guerrilla se puede jugar. Cuando salió el sol, la gente se fue reuniendo, poco a poco, fuera de sus casas, contemplando a los buitres terminar la cruel tarea de Hassan.
Papá jamás mencionó nada al respecto, ni siquiera en contra del asesino. Siguió con su vida normal. Siempre he pensado que es un hombre fuerte, pero cariñoso. A nosotros nos reprimía por cosas como pelear o salir de casa en momentos de guerra, pero nos demostraba su cariño. Sonreía muy a menudo, se mostraba romántico con mamá, respetaba a la abuela, su madre, era puntual en el campo, mantenía amistad con los demás miembros de la comunidad, siempre tenía lista la leña, el alimento de las gallinas, sacaba a pastar a los animales, en suma, un hombre con sed de vivir. Cuando los ataques nos sorprendían, actuaba con tranquilidad, aunque los nervios se le escaparan por todas partes.
Después de que Mohamed desapareció, cambió trágicamente, primero dejó de trabajar, las salidas a la calle se fueron espaciando hasta no volverlo a hacer. Ni siquiera permite que el sol le dé. Una noche, decidió arrastrar una silla al sitio donde Mohamed dormía y no volver a levantarse. Mi padre se ha convertido en un objeto de la casa, sentado frente a una pared, dándonos la espalda a todos, internado en la sombra de aquel rincón al que decidió arrebatarle la plenitud del sol. Fumando y sólo eso. Rendido.
He oído a la abuela decirle a mi madre que papá esta volviéndose loco. No de aquella locura que te hace hablar disparates, ni que te atormenta con visiones, sino la locura de la infelicidad. Se esta alejando del mundo, está cansado de la vida que llevamos, sin rumbo fijo, sin destino seguro. La abuela le dijo a mi madre que papá, ahora, es tan sólo un hombre vacío, muerto.
Me quedé con esa imagen varios días.
Un simple hombre vació.
No es que en realidad esté muerto, ni que sea un fantasma, simplemente está vacío.
Mohamed decidió salir de casa el día que papá le pegó. Después de lo que sucedió por la mañana, me dijo, tenía que salir en busca de la pelota, si la encontraba sería suya, y ya no de Alí.
- Necesito encontrarla, salió volando hacia el llano.
- ¿Pero es que eres menso?- le pregunté, intentando convencerle de no hacerlo – esa zona está repleta de minas, lo menos que te puede pasar es perder una pierna.
- Ya verás que no pasa nada, también se lo demostraré a papá
- ¿Y si vuelven los balazos esta noche?
- No creo, el padre de Alí dijo que los soldados kurdos se alejaron al monte, seguramente esta noche tramarán cómo atacarlos mañana o después.
- No lo hagas, papá se va a enfadar
- Pues no lo va a saber, a menos que tú le digas. Necesito ir ahora, de noche, porque mientras el sol esté puesto, papá no nos dejará salir de casa.
Mohamed salió por la ventana, caminó despacio unos cuantos metros para no ser descubierto, se dirigió hacia el llano, con los brazos en los bolsillos y la mirada hacia el suelo. Desapareció como la pelota en el cielo, haciéndose cada vez más pequeño, confundiéndose con la oscuridad de la noche.
Unas horas más tarde, del llano se escuchó un terrible estruendo. Me asomé por la ventana y sólo pude ver a los pájaros que, asustados, levantaron el vuelo.
Papá me despertó por la mañana, me preguntó si sabía dónde estaba mi hermano.
- No- le respondí.
Salió a buscarlo y no regresó hasta pasadas tres o cuatro horas. Tenía el rostro desecho, habló con mi madre y la abuela sin que yo pudiera escucharlos. La abuela se acercó a mí y me dijo.
- Escucha, mi niña, tu hermano salió cuando todos estábamos dormidos y no ha regresado, sabes bien lo peligroso que es estar en la calle en estos momentos, entonces necesitamos ir a buscarlo, pero tú nos esperarás aquí. No salgas, para nada, hasta que volvamos, si escuchas disparos, escóndete debajo de la mesa.
Yo sabía que Mohamed había ido en busca de la pelota, pero prometí no decirle nada a papá. Además, en esos momentos, yo confiaba en que Mohamed llegaría, tarde o temprano aparecería por la puerta, con la pelota en la mano.
Cuando salieron de casa, nos quedamos Bola y yo. No había nada que hacer, así que decidí enseñarle a jugar a las escondidas, como era difícil que él pudiera esconderse, decidí hacerlo yo. Me metí atrás de los sacos de harina, por un hueco veía como Bola me buscaba, olfateaba por todas partes, pero el muy tonto no daba conmigo. Así pasó hasta que me quedé dormida.
Cuando desperté, Bola estaba tragándose la gallina favorita de la abuela, las demás armaban un alboroto de miedo. Tenía que alzar antes de que alguien llegara. Apenas comencé, escuché voces en la puerta, demasiado tarde, pensé. Corrí a las piernas de papá.
- ¡No le hagas daño! De no haberme quedado dormida no hubiera pasado, pero te juro que no volverá a hacerlo.
A veces creo que cometí un error al no haber comentado sobre la huida de Mohamed, pero hacerlo ahora implicaría que papá se moleste conmigo demasiado, además la verdad no traerá de vuelta a mi hermano. Por otro lado, no estoy muy segura de la causa de la enfermedad de mi papá, tanto puede ser la pura ausencia de Mohamed, como puede serlo que se sienta culpable. Si fuera ésta última, el hecho de confesar le ayudaría, sabría que salió en busca de la pelota y no en protesta a los golpes.
He decidido confesar.

El día transcurrió como cualquier otro. Desde temprano estuve pensando en qué le diría a mi padre y cómo. No hallaba las palabras. Supongo estaba nerviosa. Me pareció muy largo el día, cuando la guerra acecha, la gente no sale de sus casas, algunos intentan abandonar el pueblo, pero corren el riesgo de ser detenidos o que en el camino los sorprenda un ataque, pues la guerra no sólo sucede en Du Bes.
Los días en que uno no sale de casa ni para trabajar, tienden a ser tediosamente lentos, largos; es una sensación extraña, pues no sólo son aburridos, sino incómodos, supongo que influye el inminente estado de alerta que la guerra supone, estas cansado y temeroso a la vez. Tardó bastante tiempo para que la noche cayera.
Aún no sabía que decirle a mi padre. Estábamos a punto de irnos a la cama y yo seguía sin saber qué hacer. Pensé en ya no confesar. Sin embargo, su salud dependía de aquella confesión, por lo tanto, no había lugar a arrepentimientos ni miedos. Ya había alargado demasiado mi confesión y, aunque no quisiera, lo seguía haciendo. Me acercaba a él, le tomaba la mano, me subía a sus piernas, me recostaba sobre su pecho, él, en cambio, parecía no percatarse de mi presencia.
- Tengo algo que confesar- le decía, pero ni siquiera me miraba.
Me arrepentía en el momento y deambulaba por la casa.
De pronto, Du Bes se vio interrumpido por una serie de explosiones, tomamos nuestras posiciones, en la calle, los soldados americanos gritaban no sé que cosas, pero me dieron la impresión de estar asustados, a los soldados kurdos también se les oía, sin embargo, estos parecían un poco más fortalecidos, o menos asustados.
No se si es porque todo el día estuve con los nervios alterados, pero este ataque me pareció más soportable, es decir, pese a que parecía más peligroso, yo me encontraba más confiada a que nada malo nos sucedería, de pronto recordé a Bola. Llevaba varias semanas, desde el incidente de la gallina, durmiendo atado fuera de casa. Le reclamé a mi madre por el cruel castigo, no es posible que nosotros no podamos salir a la calle por lo riesgoso que es y él deba correr tal peligro, no es que yo quiera salir a la calle, pero creo que Bola tiene el mismo derecho a ser protegido por los muros de la casa.
Sin pensar en lo que hacía, decidí salir a desatarle. Detrás de mí, la abuela gritaba que no lo hiciera, salió a mis espaldas. Estaba desatando a Bola y resistiéndome a los jalones de la abuela, los balazos tronaban a unos cuántos metros, los soldados gritaban, la abuela intentaba meterme a casa y yo desataba a Bola. Cuando por fin lo logré, la abuela me jaló tan fuerte que no pude recoger a Bola, salió corriendo hacia el llano y, sin pensar, corrí detrás de él.
Se oyó una detonación tan fuerte y prolongada que aún resuena en mi interior. Se hizo una pausa, me detuve, todo guardó silencio, pareció que de pronto el mundo dejase de girar. La abuela ya no gritaba, volteé hacía ella y la observé, tumbada en el piso, un espeso chorro de sangre corría por su vientre, negro como la noche, tan oscuro y denso como el mismo silencio. Fui hacia ella y me recosté entre sus brazos, un calor compasivo se desprendía de su cuerpo, le besé el rostro adornado con dos lágrimas, saboreé el salado sabor del dolor. Cerré los ojos y casi puedo jurar que aquella sensación que compartí con la abuela, se llama tranquilidad.

Texto agregado el 23-05-2008, y leído por 265 visitantes. (1 voto)


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