SIRENA
Nunca más volvió a ver la proa de un barco ni la arena le hizo nido en las escamas. Haber quedado sola allí, en un vado junto a la ruta, es algo que jamás se pudo explicar. Las sirenas nacieron para el mar, las profundidades, con la conocida tarea de enamorar tripulaciones y hacer encallar corazones; pero ella ya no puede, lejos de todo eso llevada junto a la ruta por una avanzada del mar que la arrastró en un torbellino incomprensible y le postergó sus quehaceres de sirena para otros tiempos o vidas, intenta no ser vista.
Ahora, oculta al costado del camino, pasa el día viendo camiones, coches, colectivos, rogando por un poco de silencio y menos humo desconocido. Al atardecer se sienta en un mojón cercano, apenas silabea una canción, temerosa de ocasionar algún accidente como los que alguna vez, involuntariamente, ya causó. Los camioneros, si la ven, friegan los ojos y se detienen junto a esa lengua de agua. Ella, ni bien les adivina la intención se sumerge y muerde los labios para no silbar y enamorarlos. Bajo la llovizna aprovecha para estirar su cola de pez y limpiarla. Ha hecho pocos amigos, un sapo tuerto, que sobrevivió de casualidad a la rueda impiadosa de un 11/14; dos renacuajos que se niegan a crecer después de haber oído cien veces la versión del sapo y su encuentro con el camión y un niño llamado Juan, que vive en un rancho a kilómetro y medio de ahí. Ella confunde al chico con un enviado de los dioses, ya que cada mañana Juan le trae un jarrito con agua para que no se seque aquel modesto mar dulce.
Por las noches, bajo el cielo agujereado de estrellas, ella descansa y prefiere no soñar con volver al mar, pues se ha dado cuenta que no le hace bien, siente palpitaciones, se angustia demasiado, se vuelve casi humana, algo que a su psiquis de pez, la horroriza.
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