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UNA GRIPE CORRIENTE, Jaime de Nepas


A mediados de diciembre pillé lo que no había cogido nunca: la gripe. Y era como me habían dicho, dolor en el cuello, en los hombros, en las rodillas… ¡joder, peor que pasarte diez horas dando yeso! A las siete y media de la mañana llamé al encargado:
- Tomás, que estoy jodido en la cama, que no puedo…
- Déjate de bromas, Lucas, ¿vale?
- Que tengo la gripe…
- Hoy es lunes, ¿vale?- preguntó con esa voz rasposa que se le pone a veces, como si hablara con las tripas o a través de un tubo de lija.
- Sí, claro –contesto-. No veas la…
- Gripe en lunes, ¿eh? Muy bonito. ¿Por qué no la cogiste el sábado, eh? ¿O lo que cogiste fue una cogorza de las tuyas y ahora tienes una resaca de esas que te dejan la boca como un esparto?
- Que no, Tomás, que no, que anoche tenía cuarenta…
- Pues échalas a todas, ¿vale?
- Que te hablo en serio, joder, que parece que me han pegado una paliza.
- ¡La paliza te la voy a dar yo, cabrón! No me puedes dejar plantao con tres obras en marcha. Tómate una aspirina, una botella de coñac, lo que sea, y vente pacá.
- Tomás, coño, que estoy tiritando.
- Piénsatelo bien, ¿vale? A ver dónde te vas a sacar tú seiscientos limpios a la semana.
- Es que soy muy bueno.
- ¡Pues que te lleven al cielo, joder!..., pero antes pásate por la obra.
Me colgó dejándome con la sensación de que él creía que había conseguido convencerme. Y la verdad, casi lo logra, porque me metió la duda. “A ver si me despide por esta tontería -pensé-; es un bocazas, de acuerdo, es un broncas, vale, como dice él cuatrocientas veces al día, pero es legal y paga bien. Y sobre todo, que hay un frenazo en el curro”.
- No sé si ir a la obra, igual se me pasa esta mañana- dije, pero la Carmen me tocó la frente y me dijo:
- Ni loco, tú te quedas en la cama, en-la-cama. Te tomas un paracetamol ahora mismo y a sudar. Bebe agua y jugo de naranja, aquí los dejo. Y si quieres, te traigo la tele, la de la cocina.

Quitó algunas fotos enmarcadas del aparador y puso el aparato encima de una tela de esas de ganchillo. Tenemos la casa entera de estos tapetes que ella misma hace: en las mesillas, en la mesa del comedor, en una repisa, en las baldas de los platos y los vasos y las tazas, ¡en la repisa del lavabo! Las odio porque resbalan como si tuvieran ruedas. Las quemaría todas, pero, amigo, ella dice que no entiendo nada, que “hacen bonito”, que “menudo detalle”.
También me trajo el mando a distancia, pero no a las niñas, que se iban al cole. Ni me dio un beso al despedirse, la muy borde. “Sí hombre, para que nos contagies las miasmas esas”, soltó un segundo antes de cerrar la puerta con el golpe brutal acostumbrado, tan gordo que se desprende el yeso del marco y hace temblar los cimientos del edificio. Las casas no se hacen para soportar estos estacazos, ¡si lo sabré yo!

Silencio total en casa. Me quedo pensando un poco en ese silencio, que me llega a dar miedo. Desconozco estos silencios porque a estas horas siempre estoy trabajando ¿Qué hacen los enfermos en su casa cuando están solos, pero no están tan enfermos como para dejar de pensar?, me pregunto. No tengo ni idea porque en treinta y siete años no he estado enfermo jamás; bueno, unos días cuando era niño, con el sarampión. Y nada más. El televisor lo tengo enfrente, apagado aún, y a mi derecha está la ventana con dos visillos agujereados -calados, dice la parienta- que, por supuesto hacen juego con alguna pieza de ganchillo. Harán mucho juego pero uno es más largo que el otro; se lo tengo que decir a la Carmen para que se joda. Como ella los ha descorrido veo que en el cielo hay nubes y claros, que dicen los del tiempo de la tele. Los claros son bonitos, tan azules, pero abundan más las putas nubes. También veo un chopo desnudo. Le cortaron el tronco hace dos años porque las ramas eran tan altas que tiraban las tejas del borde, y tiene ahora unas hebras tan desgalichadas y torcidas como cuando se reflejan en un río, solo que allí están boca abajo, claro. Un gorrión se posa en la barra del toldo. Allí está el tío de medio lado, haciendo la bandera, agarrado con sus patitas de alambre y convirtiendo la barra en una plomada recién puesta. Salta a una ramita tan delgada como un hilo y se balancea arriba y abajo; mira a la barra y vuela hacia ella logrando que se mueva más que antes. ¡¡¡Se está columpiando!!! ¡¡¡Y le mola!!! De pronto, el pájaro abre el pico, canta y se pira. Pues vaya plan. Todo dios se larga, con lo entretenido que era esto. Me tomo la pastilla y me levanto para ponerme el pijama que me ha dejado la Carmen -yo, de costumbre, duermo en pelotas-, un pijama de esos de pantalón y chaqueta nada menos, a rayas grises y blancas, que voy a parecer un presidiario. Incluso tiene la etiqueta. Y ahora recuerdo que cuando la Carmen se empeñó en comprarlo (“chico, qué menos que tener uno, dos diría yo, por si enfermas, por si tienes que ir al hospital, Dios no lo quiera, pero nunca se sabe”) le dije “como no te lo pongas tú…”, pero, mira, las tías siempre se salen con la suya, no sólo compró el pijama sino que me lo ha dejado como diciéndome “¿ves como llevaba razón?”. Y es que las tías son la hostia. También me ha dejado un albornoz, tan dobladito en la cama como que lo ha sacado de una caja de Cortefiel envuelto en un papel que parece de fumar. Se lo dije al comprarlo: “¿un albornoz? ¿Un albornoz para mí? ¿Te has creído que soy un julay?”. Y mira, como lo del pijama: “te lo pones para ir al baño, para no coger frío”. Y me lo pondré, eso es lo que me jode. Mi abuelo Genaro me dijo un día, cuando yo era muy pequeño, que si la mujer te pedía que te tiraras por un balcón ya te podías buscar uno que estuviera cerca del suelo. ¡Correcta la contestación!, que dicen en los concursos.
Como me acabo de acordar de la tele, la pongo. Por cierto, que le tengo que pedir a la Carmen que me compre el Marca y el As, porque a mí esto de la tele ¡puaf!: los partidos de mi Atleti, los del Barça y el Madrid por la alegría que me da si pierden, y las películas de Kunfú o de muchos tiros. Lo demás, ¡bah! Empiezo a pinchar teclas y un canal echa una tertulia de periodistas con un político, otra echa unos dibujos animados con voces chillonas, en la siguiente hay otra tertulia con los mismos periodistas –o eso me parece-, etc. Pincho teclas a lo tonto y sale una emisora sin sonido y con la imagen nevada que no me impide ver a una tía que lee en la mitad superior de la pantalla mientras en la otra mitad una pareja está follando. ¡¡¡Follando, follando!!! ¡¡¡Y lo ponen a las nueve de la mañana!!! O sea, que mis niñas se pueden ir al cole después de ver una sesión de porno en la tele… Qué desmadre, pero qué desmadre. Apago el cacharro y vete a saber por qué me viene a la memoria mi primo José Luis. Lo llamo por teléfono y me responde al rato.
- Tengo un curro pa ti- le digo.
- Coño, primito, con lo bien questaba sobando y no setocurre otra cosa que darle al rinrin. ¿Qué passsssa?
Le cuento el asunto y me dice:
- De buti, tronco, questoy a dos velas. Malegro que tayas acordado desta escoria de la humanidad.
Llamo a Tomás y se lo digo.
- ¿Es un oficial o qué es?- me pregunta.
- Hombre- le contesto- oficial-oficial, lo que se dice oficial…no, pero…
- O sea, un estorbo, vamos.
- Espera, joder, espera. Tampoco es un peón. Ha hecho conmigo algunas chapuzas y te aseguro que tiene buenas uñas. Te puede servir. Es un poco cheli, parece pasota, pero en el curro cumple.
- Como sea un inútil os mando a tomar por culo a los dos, ¿vale?
Y me colgó otra vez. El Tomás siempre tiene la última palabra. Llamé a mi primo para que fuera echando hostias. Miro por la ventana a ver si vuelve el gorrión de circo, miro el televisor apagado y me quedo sopa.

A eso de las dos llega la Carmen dando un portazo.
-¡Carmen, joder! Cualquier día vas a mandar la puerta al patio.
- Lo siento- dice mientras deja el abrigo y el bolso encima de la cama-, pero es que los de Alday van a abrir una peluquería enfrente de la nuestra.
- ¿Enfrente, enfrente?
- A cien metros, que da igual.
- Bah, vosotras tenéis clientela fija de años.
- Sí, pero se podían ir a diez kilómetros o a tomar por saco.
- Ven pacá, anda, que te arreglo el cabreo en un pispás.
- Déjame que te haga la comida.

Maldita sea, sólo faltaba que me despidiera el Tomás y que la pelu de éstas se vaya a la mierda. Así es la vida, a veces. Reúnes cada mes entre los dos cinco o seis mil euros, te va tan bien que parece que no se puede acabar nunca y de pronto, ¡zas, zas: todo a la mierda! Ganas me dan de coger al marido de la otra peluquera, de la socia de Carmen, que es un morrosco, y amenazar un poco a esos de Alday…, bueno, Lucas, tente y sujétate, deja de pensar tonterías, que el Tomás no te ha llamado en toda la mañana, o sea, que mi primo le está funcionando.
Por la tarde me entró la modorrera de la fiebre justo cuando la luz del día se iba a otro sitio. La ventana se puso de un color tan gris como grises se volvieron las paredes blancas de la habitación; incluso el televisor me pareció que estaba más apagado que cuando estaba apagado al mediodía. Joder, todo era mustio: la lámpara del techo, la alfombra, el aparador. Así, tumbado boca arriba, vi que mis pies, juntos, apuntaban hacia el techo, y me dieron tanto miedo que pegué un salto y me quedé de pie mirando la cama vacía como un gilipollas, y después mis pies sobre la parqué, moviendo los dedos arriba y abajo o montando uno sobre otro, a ver si funcionaban. “Debe ser cosa de la fiebre”, me dije, “que da ensoñaciones”. Volví a la piltra y encendí la tele, pero me puse de medio lado para oírla y no verla. Los reflejos de la pantalla, con un parpadeo continuo, daban ya más luz que la tarde. Los perfiles del aparador, de la mesilla, de la ventana y del chopo se difuminaban como si alguien esparciera niebla o humo. Me pareció que era uno de los momentos más tristes de mi vida.

El martes y el miércoles lo pasé mejor porque tenía el Marca y el As. Nunca había leído tanto y tan seguido, aunque, seguro que por la falta de costumbre, me quedaba traspuesto cada dos por tres. ¡Hay que ver la cantidad de letras que trae un periódico! ¡Si no terminas de leer! El miércoles por la tarde no tuve fiebre. Menuda alegría ver treinta y seis coma ocho en el termómetro. Me lo puse otra vez por si acaso, con el mismo resultado. Estaba tan contento que empecé a sentirme mal: qué hago yo aquí como un zángano, qué pensará Tomás, y Carmen, y las niñas…A mis hijas las sacó del colegio la madre de Carmen, que vive cerca de nosotros, y aparecieron las dos en mi cuarto asomando sólo las cabecitas: abajo, la de Leticia, y encima la de Diana.
- Hola papá- dijeron una tras otra.
Les hice una seña con los dedos para que se acercaran, pero salieron corriendo jiji, jaja. Tras ellas vino la suegra a preguntar “qué tal el enfermo”, pero no me dio la gana de contarle lo del termómetro. Anda y que le den, pensé. Luego, mientras la luz de la tarde se marchaba, el ruido de las tazas, las cucharas y las risas en la cocina me sonaron como una especie de nana.
A Carmen sí le dije que esa tarde no había tenido fiebre.
- Es igual- dijo, como si fuera la doctora o como si estuviera adivinando que lo que yo estaba pensando era en salir a dar un voltio por la calle-, tú sigue en la cama mañana. No tomes el paracetamol, pero bebe mucho líquido y abrígate bien, que las gripes son muy suyas.
El pijama, el albornoz, la cama, el caldito… pues vaya una cadena. El jueves por la mañana tampoco tuve fiebre. Ni me dolían los huesos. Bueno, sólo un poco. El cielo estaba despejado y las hojas del chopo estaban quietas. Al abrir la ventana para ventilar la habitación me llegó el olor de la hierba que cortaba un jardinero. No me lo pensé: le di a la brocha y la cuchilla, puse el cuerpo serrano bajo la ducha, y vestido de domingo y bien abrigado salí a las calles del barrio a eso de las doce del mediodía. Yo qué sé el tiempo que no veía estas calles en jornada laboral a estas horas de la mañana. Me parece que la última vez fue el día que fuimos al notario para lo del piso, pero iba con tanta ilusión y, a la vez, tan preocupado por el lío en el que nos habíamos metido que ni me enteré de lo que ocurría a nuestro alrededor. Me gusta este ajetreo de la mañana que no veo ningún día: el tracatrá cachondo de la imprenta, que tiene la puerta abierta y se ve cómo los pliegos suben, bajan y se esconden; el chaval más blanco que un molinero que viene con un saco de escombros y lo vierte cansado en un contenedor; el afilador con gafas de soldador y moto pequeña que saca chispas de color violeta a unas tijeras; el camarero que recoge platos y tazas de una mesa mientras silba una canción que parece inventada; el frutero que ha sacado a la calle las barquillas de naranjas, peras y manzanas y que anuncia a voces que tiene cerezas. ¡¡¡Cerezas en diciembre!!! Joder, a quince cincuenta el kilo; un barrenador de Telefónica que abre zanja mientras dos compañeros le miran fumando… Por el portal de las oficinas donde están el notario y el registrador no para de salir y entrar gente. Menuda crisis, qué pájaros serán estos, a ver si los pillan, que no los pillarán.
Total, que me encuentro en el bar Nevada, en el que no he estado nunca, pero que tiene dos buenos ventanales y bastante gente sentada en las mesas y entro a tomar un cafetito bien caliente. “Me cojo la taza y me siento a mirar lo que pasa en la calle como un señor”, me digo. Pongo el codo en el mostrador, voy a apoyarme en el posapiés y me pego un susto morrocotudo, como si me hubiera hundido en un pozo. Dirán que el mejor invento de la historia fue la rueda o la cremallera o el teléfono, no digo que estén mal, pero donde esté un escaloncito de ladrillo o una barra de hierro para apoyar el pie mientras pides una caña que se quite lo demás. Hay que ver la confianza que da, cómo te ayuda en la espera, cómo te descansa la columna, qué importante te sientes mientras observas a la peña de alrededor. Vamos, ni punto de comparación con los famosos inventos. Bueno, quitando el tacón de aguja, porque una mujer medianamente bien plantada se calza unos zapatos así, y si pisa fuerte, se parten los adoquines y se derriten los tíos. Tiene misterio, ¿eh?
En éstas viene una pava, una camarera, quiero decir, y desde el otro lado del mostrador pone las tetas encima del mármol rosa y pregunta:
- ¿Qué te pongo?
Que qué me pones, que si me pones, tú a mí me pones pero bien puesto, ¡vaya si me pones!, me digo. Y es que la chica, más bien bajita, con una camiseta negra que casi no tiene mangas y que lleva bordado en rojo Bar Nevada un poco por encima del pezón izquierdo, tiene unos ojos negros y limpios que son una preciosidad. Parecen un poco chinos, pero no son chinos. Creo que los he visto en alguna película de rusos o de cosacos.
- ¿Qué te pongo, señor?- repite, ladeando un poco la cabeza
- Pues…
Ya no pensaba yo en el café ni en sentarme a la mesa ni en mirar a la calle. Sólo quería tardar en contestarle para que aguantara allí, frente a mí, toda la mañana, para seguir viendo el resplandor que los ojos le daban a toda la cara.
- Pues dame un chato de vino.
- ¿Crianza, señor?
- Eso, crianza, que esté bueno.
La chica pronunciaba muy bien el castellano, pero no era española, estoy seguro. Tenía el pelo ni largo ni corto, del color de la madera de roble y lo llevaba recogido en coleta con una cinta elástica de color amarillo. Me sirvió y se fue a atender a otros, a sacar un café, a poner el lavaplatos, a hablar con un cocinero que se secaba las manos con un delantal blanco hecho una pena de tan sucio… Y yo allí, embobado con ella como si me hubiera enganchado con un pegamento invisible, sin haber tocado aún el vaso de vino. Justo cuando lo agarré ella se agachó a no sé qué, se le bajó un poco el pantalón vaquero, también negro, y le vi la parte trasera del tanga, que era rojo, pero no rojo del todo, sino sólo por los bordes, el resto parecía una especie de gasa, roja, pero gasa.. Entonces la chica, como si supiera lo que yo estaba mirando, se subió el pantalón, se pudo a limpiar el mostrador y al llegar frente a mí me sonrió con los labios un poco abiertos. ¡¡¡Dios mío, nadie en mi vida me había mirado así!!!
Lo menos tardé media hora en tomarme el chato. Me ponía de espaldas al mostrador, con el vaso en la mano, y la seguía viendo a ella. Lo mismo me ocurrió al salir: miraba la fachada del Banco Popular y sólo veía la cara de ella; miraba a la fila de taxis con los conductores charlando por parejas, y lo mismo, exactamente igual que cuando miras un instante al sol, que luego ves durante un rato una mancha amarilla allí donde mires, incluso aunque tengas los ojos cerrados. Por la tarde volví otra vez al Bar Nevada. Y el viernes, que tampoco tenía fiebre, repetí. No estaba la china o rusa o lo que fuera. Me tome un café mirando a la calle y ni veía los coches ni la gente ni las tiendas ni nada: sólo veía los ojos de la chica, la coleta de roble yendo de un lado a otro. En su lugar había una morita o cubana o colombiana o algo así. Le pregunté por la otra.
- ¿María? Se marchó a otro trabajo.
¡Se marchó!, así, sin decir nada, a las veinticuatro horas de conocerla, sin despedirse, sin dejar otra cosa que el rastro de su mirada. María, qué sorpresa de nombre. Yo esperaba que se llamara algo ruso, como las que salen en los mundiales de gimnasia o de patinaje: Nosequeskaya, Nosequepova, o algo parecido, pero ya ves, María. Ahora bien, esta María no suena igual que las otras Marías que conozco. Me largué con la depre puesta, y bastante cabreado. Por la noche me llamó el Tomás:
- Una semanita de baracalofi, vaya morro. El lunes te quiero ver en la obra de Carabanchel, ¿vale?
- No veas lo mal que lo he pasao- dije- no le deseo a nadie esto de la gripe…
- Vale, vale, y al chuleta de tu primo me lo quedo una temporada.
- Ya te dije que era cum…
- No te enrolles chalesboyer. Hasta el lunes a las ocho.
Me quedé un poco más tranquilo, pero con las niñas ya dormidas me acordé de la camarera y le metí a la Carmen un revolcón de categoría pensando en María. Estaba tan furioso que la Carmen me paró dos veces:
- No seas bruto, Lucas, o lo dejamos.
A la mañana siguiente, o sea, el sábado, me disponía a hacer lo de todos los sábados cuando la Carmen me dice:
- Vienen a traer el nuevo frigorífico, así que los esperas, te entretienes en sacar lo que hay en el viejo y que se lo lleven.
- ¡No me jodas, Carmen, me iba al partido! – dije abriendo los brazos como un crucificado.
- Pues toma el carro y haces tú la compra. Yo me quedo aquí.
Bajé los brazos. Una derrota más, y lo que me jodió no ir al fútbol. Vamos unos amiguetes, los de la partida, a un campo donde juegan los de tercera, regional, juveniles, da igual. Primero nos tomamos un carajillo para ir cogiendo tono. Luego pegamos cuatro gritos, y en el descanso nos metemos un bocata de panceta con un par de cervezas para en el segundo tiempo cagarnos en la madre que parió al árbitro. Algunas veces viene mi primo el cheli, el José Luis, y cuando nos oye, se echa hacia atrás y con esa lentitud que le ha dado dios y que parece que se le caen las palabras, nos dice:
- Pero ¿por qué os dirigís con tan malos modos al réferi, que será un honrado padre de familia?
- ¿Honrado padre y de árbitro? Anda ya…
En fin, que nos lo pasamos de puta madre, ya estarán en la cafetería, y yo aquí, pensé. Bueno, que me puse a vaciar el frigo – frigidaire le llamaba mi abuela cuando yo era niño- y enseguida llegaron los de la nevera. Abrí la puerta y me encontré de frente con María. ¡Joder, qué susto, qué alegría! ¡Pero si me empezó a galopar el corazón como cuando tenía veinte años y me tropezaba con Loli! Pero María era otra María. Quiso sonreír, o algo así, pero en su boca sólo apareció una mueca de cartón, y tristísima. Ella sujetó la puerta del ascensor y de él salió un tipo con la cabeza rapada, arrubiado, que era tan alto como el frigorífico y más ancho. Lo primero que me vino a la cabeza fue que aquél miura y ella eran marido y mujer; lo segundo, que aquella bestia parda aplastaría a la pobre chica cada vez que se le echara encima; lo tercero, que me hubiera gustado arrancar a cuajo el ascensor y la puerta para tirar por el hueco al cabezón. Hablaban a veces en castellano y otras en un idioma que tenía palabras terminadas en insqui y en tof. El animal bajó el frigo de la carretilla, quitó el viejo y puso el nuevo como quien cambia de sitio una rasilla. La chica extendió un albarán sobre la mesa y me dio un boli.
- Aquí, por favor.
Firmé como quien firma resignadamente su propia sentencia de muerte. Nos rozamos los dedos entre el papel y el boli y se despidieron: él alzando una mano, y María, con la misma mueca de la entrada. Eso fue todo. Hubiera preferido no volver a verla desde el día del bar para así tener en la memoria aquella mirada tan resplandeciente y alegre con la que nadie me había mirado jamás, pero ya ves, tuvimos que cambiar la puta nevera para que ahora sólo recuerde este careto tan feo. A veces, hago un esfuerzo y logro ver la cara de María en el bar, pero enseguida se le superpone esta del frigo. Llevo meses preguntándome por qué se fue del bar Nevada, por qué luego, en dos días, se volvió triste. El otro día le pregunté a Carmen si no tendríamos que cambiar el lavaplatos o la lavadora. Me miró como diciendo “tú tienes fiebre”.

Texto agregado el 21-05-2008, y leído por 343 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
03-07-2008 es genial! no es la historia en sí lo que mata, es todo el condimento que le ponés al contarla. los personajes te resultan siendo familiares. he disfrutado mucho leerlo. lomasoscurodeminegroyo
06-06-2008 A ver si abres el libro de visitas, zascandil. Besos mil. lolasanabria
30-05-2008 Describes muy bien todo el proceso de la gripe y el encuentro con la chica. Lo que no acabo de ver es la relación. Quiero decir que habría valido cualquier situación: un descanso en el trabajo, una tarde de domingo... Y en un relato todo debe estar al servicio del tema principal. Nada es porque sí. Quiero decir que si la gripe servía sólo como introducción, es demasiado larga. Otra cosa es que se te ha colado algún presente en medio de tiempos en pasado que creo que no queda bien. lolasanabria
 
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