Fotosíntesis.

Hacía un par de semanas que no iba a casa de mis viejos, cosas del trabajo y de otro tipo me habían mantenido alejado, además tuve que hacer un viaje corto al sur, por lo que no pude ir a verlos como lo hago siempre desde que me fui a vivir solo. Cuando llegué lo primero que resaltó frente a mis ojos fue el nuevo color de la casa, roja, era como mirar una gran manzana caída desde un imaginario árbol. Pero todo se mantenía igual, sin cambios aparentes. Mi viejo esperaba con un poco de resignación y algo de malhumor su jubilación y mi vieja, como es de costumbre, me preguntaba cuándo la iba a hacer abuela. Bobby, el perro chico, negro y feo que tenemos, cada vez está más viejo, apenas tiene ánimos para levantarse y caminar hasta el viejo árbol de nísperos y echarse bajo su fresca sombra. Todo sigue igual. Al entrar a la casa me doy cuenta de los cambios de posición de los muebles que mi madre hace de tanto en tanto. Voy hasta mi pieza y veo que todo está tal cual, los libros apilados en la repisa sobre la cama, los discos ordenados y puestos en sus cajoneras, los viejos afiches de las películas con los que rayé en los noventa (aún sigue pegado el póster de “Belleza Americana” en una de las paredes y también uno donde aparece la frase “I Want to believe”). Parece que el tiempo se hubiese detenido en mi pieza. El día es un típico día de otoño, el aire es calido y se respira bien. Al almuerzo comemos cazuela de vacuno, que me gusta más que la de pollo. Hay torta, así que el postre es cómo la celebración de un cumpleaños. Solo falta mi hermano y S. En la tarde le ayudo a mi viejo a arreglar el buzón que se cayó hace algunos días, la base es un fierro oxidado y viejo que no soportó más. Como se rompió casi al llegar al suelo lo que hacemos es cortar el trozo oxidado, y hundir lo que queda de la base hasta que quede firme en el suelo. Lo hacemos así. Después de un rato terminamos, el buzón se ve más bajo, mucho más bajo que antes, el cartero tendrá que inclinarse un poco para poder introducir alguna carta, pero nosotros quedamos satisfechos con nuestro trabajo, así que lo dejamos como quedó. El resto de la tarde mi padre mira un partido del fútbol inglés en la telé, mi madre se entretiene en el jardín y yo escucho algunos de mis viejos discos. La tarde pasa lenta, como suele ocurrir con los días sábados.
Después de un rato salgo al patio, mi madre está sentada en la hamaca que está bajo el parrón, lee una revista o un catálogo de ropa, no sé. Miro a Bobby que duerme bajo el árbol de nísperos. Entonces mi padre sale de la casa con una jarra de agua hirviendo, va hasta el níspero, Bobby se pone de pie, mi padre vierte el agua caliente en la raíz del árbol. Qué hace, le pregunto a mi madre. Lo está secando para cortarlo, me dice ella, el vecino reclamó que las ramas golpean su techo y que las hojas caen en su patio. Me quedo mirando el níspero, pensando que quizá tiene mi misma edad o tal vez más. Me parece triste tratar de matar un árbol, siento que es igual que asesinar a un hombre. Miro su tronco, pudriéndose, las hojas, aún verdes se resisten a perder su color. Mi viejo se acerca, deja la jarra en el suelo y se queda mirando el níspero, mi mamá también lo mira. Bobby vuelve a sentarse bajo su protectora sombra. Viejo de mierda, dice mi padre mirando con aire melancólico el árbol. Yo miro la pared del vecino y le encuentro toda la razón a mi viejo.