30.
Despierto pero no sé si realmente lo hago o lo sueño, el insomnio tiene el poder de transformar las cosas o de confundirlas. Entonces enfoco la mirada en el techo pintado de blanco, mi pieza aún está en penumbras, miro las manchas de humedad, de las goteras que todos los años me hacen recordar que no arreglé el techo antes del invierno. La débil luz que intenta filtrase por la gruesa cortina que tengo al lado de la cama me dice que ya ha amanecido, corro la cortina y lo confirmo, tras ella se cuela el nuevo día y yo con un dolor de cabeza insoportable. Vuelvo a cerrar la cortina y mi pieza tiene la apariencia de una cárcel o de una cueva, aunque nunca he estado en ninguna de las dos, pero creo que se tienen que ver así: oscuras, silenciosas, frías. Otra vez me quedo mirando el techo, sin pensar. Cierro los ojos tratando de conciliar el sueño, de dormir un poco más o de tratar de aparentar que lo hago para no tener que salir de mi cama, tratar de ser como un niño que quiere hacerle creer a su madre que está enfermo para no ir a la escuela. Pero estoy solo, no hay nadie más que yo y algunas plantas que me regaló mi prima Clara y que de seguro se están secando en alguna parte de mi casa. Respiro hondo, cierro los ojos fuerte, no sé porqué pienso en el invierno, cuando no tienes ganas de salir de casa y el calor de la cama te persuade para no hacerlo, pienso también en mi viejo, cuando nos íbamos al parque que estaba cerca de la casa donde vivíamos y nos quedábamos horas mirando la micros que circulaban por ahí, sin decirnos nada, como si las palabras fueran un estorbo, era todo tan reconfortante a esa edad, a los cinco. No sé por qué recuerdo estás cosas, debe ser que la nostalgia da sueño, no es como el futuro que solo te da angustia o te dan ganas de salir corriendo. Me revuelvo en la cama pero no hay caso, sé que no podré seguir durmiendo, después que abro los ojos es casi imposible que pueda volver a conciliar el sueño, miro el reloj, son las seis treinta de la mañana, me estiro y dejo los brazos sobre mi cabeza y me quedo mirando nuevamente el techo blanco con las manchas que me hablan de lo negligente que soy. Respiro hondo otra vez, como si mi sueño hubiese sido reconfortante, nada más lejano de la realidad.
Hoy es sábado, anoche, a las tres de la mañana llamé a Sofía, para pedirle que nos viéramos, no sé si fue por la hora, por el sueño o por aburrimiento, pero ella me dijo que sí. La verdad no sé para qué la llamé, quizás solo necesitaba hablar con alguien sobre lo que me pasa, que no sé realmente qué es, sé que cada mañana al abrir los ojos como hoy, siento como los días se repiten, uno tras otro pero son exactamente iguales todos entre si. Es una sensación asfixiante que no sé como explicar, es mirarte al espejo y no saber quién es la persona que está al otro lado. Los espejos son máquinas del tiempo que no soporto.
Se me parte la cabeza, quizás sea por la borrachera de anoche, ya ni me acuerdo como llegué a casa, seguramente caminando, recuerdo que estaba en el centro, en San Antonio y que el grupo que conformaban mis colegas de trabajo se diseminaba de a poco hasta que me quedaba solo en Matucana, esperando, pero qué esperaba, no sé. Me levanto no quiero que Sofía me vea mal. Tengo la sensación de estar inmerso en una cuenta regresiva y todo da vueltas, miro el calendario, en dos semanas más cumplo 30, seguramente debe ser eso.
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