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Fiesta en marcha.

Iba en el Metro, de pie, apoyado contra la pared que da a la cabina del conductor. El vaivén y la calidez de aquel día me adormecían lentamente, llevaba mi maletín en el suelo, aprisionado entre mis pies. Con una mano me sujetaba de un pilar para no caer en el caso de existir algún movimiento brusco del tren o una maniobra inesperada del conductor. Así iba, a punto de desplomarme de cansancio, el día había sido pesado y largo. Tenía los ojos casi cerrados e iba mirando sin mirar a las pocas personas que subían y bajaban en cada estación de la línea 5. Cuando de pronto, sin darme cuenta y entre medio de la gris masa de personas que en ese instante iba dentro del vagón, la veo, a una muchacha, muy joven y muy bella, era una muchacha de pelo rubio, ojos de color indefinible y una figura lánguida o esbelta, bien proporcionada, como solo se puede lucir a esa edad en que el cuerpo es flexible y elástico, resistente al paso del tiempo o de la vida. Llevaba un vestido blanco de una sola pieza y zapatos de tacón, también blancos, en sus oídos unos audífonos. Parecía un ángel o un hermoso fantasma que resaltaba entre la rutina y el hastío diario. La muchacha tarareaba una canción que yo, por la distancia que nos separaba, no alcanzaba a escuchar. Manipulaba los controles de su reproductor de música, subiendo el volumen, quizás. Entonces comenzó a moverse, primero de forma suave, dibujaba unos pasos de algún tipo de danza que no alcanzaba a identificar, después, ya sin ningún tipo de pudor, movía sus caderas al son de la salsa, que seguramente era lo que escuchaba por sus audífonos. La gente permanecía indiferente mirando los periódicos que regalan en la entrada de cada estación, o manipulando sus celulares de tal manera de hacer creer que enviaban algún mensaje a alguien para no tener que mirar al que está enfrente. Todos absortos en la mejor forma de no relacionarse con la persona que tienen a centímetros de sus narices, todos ensimismados de manera forzada. La chica seguía con sus pasos y su belleza, casi adolescente, yo la miraba como quién mira una nube en el cielo, lejana y luminosa. Ella seguía tarareando y moviéndose y de tanto en tanto se apoyaba del pilar que tenía a su lado cada vez que el tren paraba a recibir más pasajeros en sus entrañas. Me sorprendía que fuera tan desinhibida y también que nadie se fijara en ella, como si fuera transparente al igual que sus ojos. De pronto me di cuenta de que la chica se movía más lento, como al principio, con pasos suaves, sin prisa, descubrí que me miraba, casi tan absorta como yo la miraba a ella, entonces volvió a sus pasos de salsa y el tarareo de aquella canción que todavía no identificaba, me miraba de vez en cuando, comprendí de que me bailaba a mí. Sin pensarlo mucho, caminé hasta ella y extendí mi mano, ella me miró con una radiante sonrisa en el rostro, y la aceptó. Bailamos al son de la canción que ella tarareaba, que a estas alturas, ya no me importaba cual era. Yo era muy torpe y ella muy diestra y risueña y la gente seguía muy indiferente, sin mirar a nadie y sin comprender, que la fiesta ya había empezado.

Texto agregado el 21-05-2008, y leído por 85 visitantes. (0 votos)


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