Sombras en la Luna
Después de caminar por horas llego a la Alameda. Si me pudiera ver desde lejos, seguro que parecería un zombi o algo así. El cielo está despejado y la noche se ve brillante, o mejor dicho la luna se ve brillante, enhiesta pero no lejana, siento que si doy un brinco, la podría alcanzar. Hoy es viernes, pero los viernes de hoy ya no son los mismos viernes de ayer. Antes todos los días eran viernes. Ahora todo es lunes o jueves, incluso sábado, el peor día de la semana. Camino y mi reloj me dice que ya son las tres de la madrugada. Sé que estoy medio borracho y que lo poco que me quedaba de mi sueldo lo malgasté con mis colegas y conocidos de trabajo, que están muy lejos de ser mis amigos. Miro las calles casi desiertas, las sombras nocturnas se mueven en su ley, silenciosas. Camino y llego hasta la Estación Central, me cuesta encontrar Matucana, es como si la Estación solo fuera una especie de espejismo, un engaño para perderme nuevamente en las oscuras y a veces siniestras calles de Santiago. Sin embargo, encuentro la avenida, camino por ella hasta llegar a la Quinta Normal, me siento en un paradero del Transantiago a esperar. Pasan algunos minutos o tal vez son horas, no lo sé, pero lo que no pasan son micros. Decido seguir caminado hasta Balmaceda o hasta donde crea que ya es suficiente. Mis pasos son cortos y a veces largos, trato de no pisar las líneas de la vereda y mientras hago eso siento el rugido de un motor, miro hacia atrás y veo un camión que se me antoja enorme y me sorprende pero no sé si es por el tamaño o por lo repentino de su aparición. Casi como un acto reflejo, le hago dedo, el camión pasa de largo, pero dos metros más adelante se detiene, toca la bocina, yo corro, pero cada paso que doy es como si lo estuviera haciendo sobre una cama elástica. Llego por fin hasta la cabina del conductor, ésta está ocupada por el chofer y una mujer. Les digo hasta donde voy, el chofer me hace un gesto con la mano, me dice que me vaya atrás, yo miro el acoplado, es una plataforma plana sin protecciones por los lados, cavilo si será seguro o no irme ahí, pero que diablos, me subo de un salto. Entonces el camión se pone en marcha. Yo me recuesto y miro el cielo y éste se ve claro, casi transparente, como si no hubiera luces en la ciudad. Miro como pasan las copas de los árboles y de los edificios y es como si ellos se inclinaran a mirarme desde las alturas. Entonces veo la luna, cubierta de sombras y es como si de pronto fuese absorbida por la oscuridad. Me quedo hipnotizado mirándola, llego a pensar que todo es producto de mi borrachera. Después de un rato la oscuridad cede lentamente, me doy cuenta de que es un eclipse. Sigo hipnotizado mirando hasta que el camión se detiene, siento el bocinazo del chofer y esto me despierta de mi contemplación. Entonces me bajo, le hago un gesto al chofer en signo de agradecimiento, pero éste parte rápidamente perdiéndose dos calles más adelante. Camino hasta mi departamento, entro, tomo el teléfono, marco el número, contesta ella. Aló, dice con voz soñolienta. Hay un eclipse, le digo. Un segundo después ella contesta: sí, es cierto, lo estoy viendo. Después un silencio. Crees que nos podríamos ver mañana, le digo. Otro silencio. Bueno, contesta ella por fin. Bien, respondo yo. Hasta mañana entonces. Hasta mañana. Silencio. Cuelgo. Miro por la ventana el eclipse y pienso en mañana, sábado, un gran día.
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