BAILARINA DE ARENA.
(Cuento corto) SERIE NEGRA
DANIEL O. JOBBEL
La playa se ensancha a la claridad de un sol perezoso. Todavía había poca luz y el día recién despertaba. De cara a la roca con los pies sobre ella fui entre senderos y ví lo que pasaba más allá de las piedras: el mar agita su alma. Y mirando en silencio abrí la boca en un bostezo...
Hay imágenes que permanecen en la memoria, que no deberían ser ensuciadas con nuevas versiones. La playa se había registrado en mi mente como un lugar paradisíaco. Con el correr de los días que había pasado allí, supo ser un símbolo, no sé si de libertad o de felicidad toda. De alguna manera había logrado sentir algo así a una paz interior; solo si alguna vez retornaba a mis lugares cotidianos y narraba a alguien esta historia, ella se reduciría casi a la escena de la playa, dejando los demás detalles triviales, como contar las vacaciones de un viejo oficinista en la costa bonaerense.
Desde entonces, planté bandera, tiré toallas, ojotas, dejé los anteojos en el suelo y observe el horizonte. Era mi cabeza de playa. Más tarde, caminando por las dunas, ví una silueta de bailarina. El cuerpo ágil, escultural, cubierto con ceñidas calzas cortas y un suéter blanco, parecía casi invisible contra la arena sinuosa, y se movía como un fantasma subiendo y bajando las crestas. Solía ensayar entre las dunas en la ciudad de las playas .
El sol era pálido, tapado por nubes grises, el mar parecía sucio y monótono, y el aire mortificaba. Contuve el sombrero sobre mi cabeza con la fuerza de los brazos mientras el viento soplaba furibundo. No me ire sin mi sombrero, dije. Una gaviota pasó volando y pió algo antes de desaparecer por encima, hacia lugares que yo no podría transitar. El ave, quizás miró como ella bailaba, convertida en una imagen fortuita que trazaba su propia firma entre los declives del lugar.
Por segundos, un aire lustroso con arenilla ámbar pegaba en el rostro. A lo lejos las barcazas amarillas y el embarcadero sobre el agua parda. Un muelle gris intenso.
Sufrí un acceso de tos. Me subí las solapas del saco y con las manos metidas en los bolsillos contemplé el mar, como un ejercicio de placer que hubieran visto mis ojos. Voló otra vez mi sombrero y lo volví a recoger entre la arena.
Los flancos blanquecinos de las dunas me recordaron los inacabables paseos del cuerpo de la bailarina. Imaginé caminar por los contornos arenados de su pectoral. ¿Qué tiempo podría ser extraído de las faldas y declives de esa musculatura orgánica? ¿De los planos a la deriva de un rostro bello? De pronto aquella Afrodita de las dunas, se esfumó a un cielo meridiano. La arena gruesa, que recordaba las paredes corroídas de la casona donde me hospedaba, y los pechos de piedra pómez y los muslos de ceniza se desvanecieron con la brisa.
Hubiese querido atrapar el viento. Tuve conciencia de un conjunto de cosas que quizás haya ido advirtiendo poco a poco sin tenerlas en cuenta; conciencia de la barba despareja que poblaba mi rostro, me sentía así y no sabía si así era; del desgaste imposible de mis ropas, de todos los dolores que sentía el cuerpo; conciencia del dinero inútil que aún conservaba en la billetera; conciencia del peso de mis hombros que me hacían curvar la espalda, y del miedo atroz a esta soledad.
Me dejé caer en la arena y estuve llorando hasta que el frío llegó a hacerse sentir como un dolor tibio en los huesos. Me levante, me soné la nariz con el pañuelo, y decidí continuar mi camino.
Sabía que no podía hacer nada, pero me resistía a irme. Pensaba en la bailarina. Lo único que se me ocurrió fue llenar de agua el hueco de mi mano y dejarla deslizar entre mis labios. Su salitre hizo que la escupiera de una bocanada. Deje momentáneamente la nostalgia parada allí sobre la roca y recorrí la playita con desesperación hasta la escollera de pescadores.
Me había parado al borde del mar y miraba el horizonte, como esperando ver aparecer un barco; el sol aún estaba bastante alto, frente a nosotros, dí una vuelta por el muelle nuevamente y observé la muralla de la escollera. Concluí que era imposible de escalar. Estaba formada por enormes bloques de piedra, algunos grises, otros rojizos, unidos entre sí por cemento o algo similar. Aunque había pequeñas salientes y huecos, ni el mejor alpinista se hubiera atrevido, no por la altura, sino por lo resbaladizo. Sin embargo, la comprobación de que seguía estando prisionero a esa dicha solitaria no me quitó finalmente la alegría: había conseguido sol, aire y mar, y después de aquel encierro virtual, casi era más de lo que podía pedir.
¿Y la Afrodita de las dunas? Se me ocurrió pensar que habría sido de ella, tan carnal y felina como una musa entre las olas.
Como se dijo, imágenes que permanecen en la memoria, que no deberían ser ensuciadas con nuevas versiones, salvo por un dato traído por las olas mismas...
Unos jóvenes días atrás comenzaron a entablar conversación con ella. Uno de ellos le propuso una cita esa misma tarde en su casa, una vivienda alejada del centro de la ciudad. La menor acudió sola, sin avisar a nadie de cual era su destino. Al entrar en la vivienda comprobó que no estarían solos, ya que había dos jóvenes más dentro del domicilio.
Los jóvenes comenzaron a beber alcohol y a cocaína. La joven fue obligada a inhalar grandes cantidades de esta sustancia hasta que sus fuerzas se vieron anuladas. Fue entonces cuando los agresores aprovecharon para abusar sexualmente de la víctima.
La joven sufre un paro cardíaco. Ante el desplome de la víctima, los presuntos agresores, asustados, abandonaron el cuerpo en el borde del mar, comenzaron a limpiar su cuerpo intentado borrar las huellas del delito.
De incógnita, uno de los agresores se encargó de llamar a urgencias y ver si los médicos conseguían reanimarla.
El diario nada decía de ella, solo de una mujer muerta en la playa. Al enterarme supe que era ella, Afrodita o como se llame; esa presencia se convirtió en una intrusión insoportable en la geometría de los páramos. El dolor y la impunidad me invadieron. El miedo también. Ella está ahí, pertenece allí, me dije y seguí .- |