Queridísimo Mauricio:

Amanece. Por primera vez en mucho tiempo tengo frío. Siento mis manos como de papel, pero regreso a mi violín y comienzan a calentarse nada más de sentir las notas desclavadas de las cuerdas. De alguna forma, esta música me acerca a ti. Tu recuerdo ya casi no sangra, está sanando como mis dedos cuando niña; tocaba tanto el violín que las yemas de mis dedos sangraban. Ya no es así.
Quisiera ir a México. Por lo que me cuentas, sé que puedo desapegarme un poco de mí misma y de tanta perfección que rodea a mi país. Es el mismo desprendimiento que sentía contigo. De cierto modo todo en mí ardía en llamas a tu paso. En mi condición de atea, me hiciste descubrir un dios en la sexualidad. Podía experimentar la divinidad en mi orgasmo violento y resucitar con el tuyo, en un ritual entre la sensualidad y la razón. Convertías mis suspiros en cadencia cada vez más entrecortada, apresurada, en un descubrimiento de un viaje personal que me llevaba hasta el cielo, ése mismo cielo del que habla tu religión, para después regresar a tu lado.
No sé cuanto tiempo pase antes de poder viajar a América. Alguien del gobierno quiere que demos una gira por la Unión Soviética para tocar las suites que me escuchaste tocar la noche antes de que partieras. Creo que el sentimiento melancólico que provocaste en mí aquella noche se transmitió en mi música. Estoy emocionada porque al fin voy a ir Leningrado y conoceré grandes personalidades de nuestra clase política. Por esto mismo, me están haciendo practicar durante diez horas diarias. Soy exponente cultural para que, algún día, pueda mostrar al mundo capitalista nuestro gran acervo cultural. Pero no quisiera hablar de esto contigo. En todo el tiempo que estuvimos juntos jamás discutimos acerca de ideologías, aún a pesar de conocer tu tendencia al rechazo a nuestro sistema. Yo pertenezco a mi patria y a mis ideales. ¿Cómo podemos amarnos perteneciendo a dos amos distintos?

Cariñosamente
Sophie.