Límites
Miré por última vez la copa de un viejo árbol recortada contra un cielo celeste.
Buena postal –pensé- para cometer el insignificante acto de liberar mi pasado de mí mismo, dejarlo como fue, dejar de manosearlo con más porvenir.
El estampido colapsó la capacidad de mis oídos. La violencia del impacto me obligó a abrir los ojos, como si la vida se ensañara en decirme que el cielo no es celeste.
Así, contra mi voluntad, pude ver una bandada de pájaros oscuros desprenderse de entre las ramas del árbol sin siquiera oír el tumulto fastidioso de sus alas.
De la caída no recuerdo nada, pero aquí está mi cuerpo aplastado contra el pasto y mi cabeza volcada sobre mi sien izquierda. No creo que dure mucho. Puedo sentir, ahora mismo, la intimidad de la muerte instalada en mí. No obstante este despojo, este residuo de vida en que me he convertido, quizá pueda servir para algo, no sé… Mi cuerpo no obedece. Mis párpados sin posibilidad de retroceso me fuerzan a mirar. Todo mi resto jugado a ver, a ver y pensar. Mirar una y mil veces el espectáculo de un árbol llamado inútilmente paraíso. Y pensar, pensar en… ¡arenques! Sí, en arenques… Me voy a morir sin conocer el sentido de la palabra arenque, y sin embargo su música me llega para que la deje ocupar mi olvido y mi silencio. “Ya es tarde, vamos hijo, apurate”. Mi madre me lleva de la mano por Avenida Gaona. Mis ojos asombrados de saber que existe un mundo más allá de la cuadra en donde vivo. El sol parece acariciarlo todo, a mi madre, a la tarde, a mí… Ahora tengo las manos ocupadas con un “Topolín”. Rompo el envoltorio en busca del chupetín y el juguetito sorpresa. Mi padre me toca la cabeza con su mano enorme mientras sonríe. Siempre me trae una chuchería cuando vuelve de trabajar.
Siempre se trae, entre manos, una sorpresita para la noche. Gritos, gritos de mi madre, y la mano pesada de mi padre cayendo como un martillo.
Intento ahogar los gritos con la almohada, cerrar los ojos, buscar la oscuridad, pero no, no hay salida. Ya las moscas están zumbando en círculos sobre mi cabeza. Seguro, el olor de la sangre las trajo hasta acá. A medida que se acercan a mis oídos se amplifica el ruido de sus motores. Pesados aviones hostigando, como la mano de mi padre, a su presa. Negros fuselajes alemanes sobre Guernica, sobre la boca rota de mi madre, sobre el agujero abierto en mi sien por donde gotea la sangre, ahora sí, con ese ademán de fin que conlleva en su líquido trayecto la palabra lágrima.
Sin perder tiempo agarro mi trapo rojo y mi revólver. Y salgo a confirmar el sentido de alguna palabra que puede ser… arenque o fascista, o puede ser mi padre. Salgo a perseguir a la muerte hasta que la encuentro. La encuentro justo a cien metros de este árbol llamado paraíso. La encuentro en mi pasado, visitado por la mano muerta de mi padre y su dedo índice que escarba y señala el lugar por donde ha de pasar la bala. Entonces deja caer su pesado manojo de violencia y gatilla, gatilla su mandato. Una y otra vez gatilla ante la indefensión de mis oídos.
Escucho… el murmullo de la muerte vuelve.
Con dificultad alcanzo a despegar un párpado.
Estalla en mi ojo un universo de números, agujas y fosforescencias.
Envuelvo mi cabeza con la almohada, aun sabiendo que en la oscuridad no hay salida.
Lento, huérfano de música, el sentido regresa sin margen para una negación.
Habrá que levantarse.
Intentar otro límite.
de Cuaderno Insalubre
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