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Somnolientas horas desgastadas por la tinta de un lápiz que acababa de morir tras un punto casi imperceptible.
Al igual que aquel cigarro que apuntaba ciegamente al horizonte que formaba la cuna de un arrebol tan rojo como los ojos de aquel hombre despeinado, que yacía tendido sobre su silla sin pestañar, tal vez muerto, tal vez cansado, tal vez hipnotizado por el dolor palpitante que dejaron aquellos versos en su mano… y en su alma.
Y es que no dormía aun el gato cuando comenzó a soñar con aquellos ojos. Ojos que se imprimían en la vista de la ventana y al apuntado arrebol ahora adulto. Tan destellantes sus ojos eran, que se marcaban en su mente, y al despertar, aun estaban… en la ventana y al girar en la pared, y en la puerta, y en las hojas rayadas.
Y es que entraba por la ventana aquel humo del cigarro desgastado como siendo rechazado por el aire del puerto.
Las nubes ya venían y el hombre debía pensar, los ojos desaparecían con el olor del cigarro, pero los recuerdos… también sino pensaba rápido…
La cortina terminaba de arruinar el acto del funeral de aquel arrebol ya marchito y casi inadvertido, porque abundaban los recuerdos como aves ese día. Y las dudas se hacías sus cantos como pidiendo agua. Porque las nubes llegaban y cerraban también la otra función de estelas palpitantes bajo el manto de las penas de agosto.
Aquellos 15 minutos que el hombre demoró en dejar de escribir, pensar en ella, tomarse un café, mirar por la ventana y lavarse la cara, no fueron más que milésimas de segundo al darse cuenta que aun no decidía que debía hacer.
El viento frío de aquella noche entraba por la ventana rota de la cocina y mecía aquel abrigo que tantas veces le prestó a la chica de los ojos destellantes en una de las tantas noches mágicas de julio. La brisa intrusa de la cocina tenía ciertas ganas de demostrar que no pensaba terminar de espiar aquellos momentos de dudas, pena y soledad.
Los pasajes comprados no tenían ya otro destino que el dejar atrás toda una etapa de versos doblados, doblados tantas veces como cartas le escribiera.
Era una decisión simple, pero no sabía realmente que era lo que le detenía al momento de tomar el abrigo y abrir la puerta. Tal vez porque no había alimentado al gato, o quizás porque la carta que yacía en una mesa no estaba sellada, quizás por el miedo a que los pasajes le quitaran aquel destino que tanto anheló. Solo tenía media hora. Así que ahogo los nervios en una oscura copa de vino barato. Mientras el gato paseaba oculto por la apagada cocina de maderas crujientes, y el hombre pasaba la yema de su dedo por el borde de la copa creando un sonido no del todo armónico… Una fuerte brisa entró. Ayudó a cerrar dos puertas de golpe y el gato asustado huyó por la ventana, el abrigo cayó al piso al igual que la carta abierta. La carta decía : “Dirección: No sé” fue en ese momento en que comenzó a llover, el hombre tomó la carta y la cerró, cogió el abrigo y dejó comida en un plato y se marchó. Esperando el colectivo cayeron las gotas como ayer, como aquellos inviernos, días meses y años terminados en 6. Los caudales de recuerdos bajaban por las curvas de las calles entrelazadas como quien relata un destino a punto de desfasarse, o cumplirse.
Con sus dientes apretados por el frío y por la hora el hombre comenzó a bajar junto con la lluvia por las calles del cerro, pensando, mirando el plan del puerto como si nunca fuera a llegar. Las escaleras siempre bajan en espirales mentales. De pronto encontró bajo una escalera enredada, el mural de los ojos de aquella mujer y antes de marcharse y correr, pasó un colectivo vacío y viejo como quien lo condujera.
En el colectivo con olor a aromatizante de pino gastado y el paisaje de gotas en el parabrisas no hacía más que servir de ayudante al hipnótico movimiento del pino de cartón. La radio sonaba tan fuerte como la respiración del hombre.

- Al Terminal por favor
- Como no, hijo
Luego de un silencio la respiración del hombre aun era fuerte
- ¿Quien se te va?, preguntó el chofer con una sonrisa
No hubo respuesta, directa, solo un gesto sin interpretación.
- Es difícil, una vez se marchó mi hermano, no pude llegar a despedirlo…
Luego lo tomaron preso político y nunca lo volví a ver.

Al momento en que una muchacha paraba el colectivo las manos estaban heladas y entraban en los bolsillos. De pronto la respiración se quebró, el hombre se bajó del colectivo y agradeció, y corrió, la carta no estaba en los bolsillos ni en la memoria, el hombre tuvo que correr bajar y subir por las espirales y laberínticas escaleras de las que fueran las frías calles expectantes de su infancia sonriente.
Las calles del puerto disfrutan bañarse en los días de invierno. El viento era fuerte y no dejaba pestañar porque las frías gotas golpeaban la mente. Muy frustrado el hombre corrió por los pasajes con murales tristes que relataban la historia de la cuna de tantos pescadores y poetas.

Hasta que llegó a la esquina donde había tomado el colectivo, ahí estaba, solitario, el gato recostado sobre la carta, no sabía si por suerte, o porque gustaba del olor de la tinta que usara para escribirle cartas a ella. Acarició al gato y corrió esta vez casi volando por las escaleras del cerro. Corrió hasta terminar vagando en el barrio donde caminara tantas veces sin razón, aunque en realidad, lo hacía para toparse con sus ojos una vez más cada día. Al quebrar la dimensión de los recuerdos, las esquinas del cerro tomaban otros destinos un poco inclinados pero siempre cuerdos al momento de dibujar el letrero del ascensor que llevaba al plan. Tenía 15 minutos para correr 20 cuadras, eso o tomar otro colectivo que seguramente no pasaría. De pronto un al mirar la angustiosa vista del plan desde la ventana del ascensor, vio desmoronarse todos aquellos recuerdos de supuestos destinos.
Con lágrimas camufladas como gotas salió del ascensor y miró a todos lados para comenzar a correr, de pronto un auto le tocó la bocina, era el chofer del colectivo que había tomado.
- sube hombre, no voy a dejar que te pase a ti también.
Luego de una triste historia, la conciencia de aquel viejo y el pasaje del hombre estaban pagados.
Las gotas golpeaban fuerte el parabrisas como marcando segundos locos apresurados y sin compás que lo hacían estremecer, quizás de frío, tal vez por el agua o por el ayer.
Al llegar al Terminal el hombre agradeció y el chofer en un tono de despedida solo preguntó:
- ¿y donde se va?
- No sé… Respondió el hombre con un semblante tan infinito como la mirada de un muerto, cerrando la puerta volvió a correr.

Solo sabía que era el bus 128 y que tenía como destino ser turista de algún lugar del sur donde las desgastadas ruedas le llevasen. El hombre miró por todas las ventanas de aquel bus, pero ella no estaba, nuevamente sus ojos se fijaban en su mente y en todos los lugares.
El ayudante del bus acababa de cerrar la cajuela y el hombre atinó solo a pedirle que la abriera en un acto desesperado, se quitó el abrigo y coloco la carta en un bolsillo y la metió en la cajuela.
Luego de eso el bus comenzó a partir, no había nada más que hacer… ella reconocería el abrigo y leería la carta, era un hecho, lo había logrado.
Luego de cerrar los ojos un instante la lluvia paró y las lagrimas no pudieron camuflarse más como gotas, de pronto ahí estaba ella con sus grandes ojos infinitos sorprendidos desde la ventana y volvieron a él tantos recuerdos tal vez efímeros al relatar, pero inolvidables para aquel hombre.
Luego de una sonrisa enternecida y un gesto tonto de despedida, sus miradas infinitas esta vez, se cruzaron como debieron tantos destinos atrás.
Porque en ese momento sus miradas fueron remolinos y fueron lluvias pasadas, fueron las escaleras enredadas del puerto de los miles de momentos.
Las lágrimas de ambos terminaban la despedida de aquella noche de agosto. El bus se marchaba y el hombre sin abrigo caminó por las calles del puerto, esta vez sintiendo una brisa nueva, que nunca había sentido, y vio los murales más hermosos y los barcos callar avergonzados bajo el sonido de la lluvia.
Porque la magia del puerto consiste en entrelazar destinos como sus enredadas escaleras y renovar su aire cada vez que azota alguna tristeza en algún lugar del viejo puerto de los dolores…
El hombre mojado y caminante, se detuvo en un kiosco a comprar un lápiz nuevo.

Texto agregado el 20-05-2008, y leído por 85 visitantes. (1 voto)


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