-Doctor. No soy feliz con mi apariencia.
-¿Y que desea que haga yo?
-No se, ay, una cirugía facial para borrarme la papada, las ojeras, los pómulos caídos, una rinoplastía…ay, no sé…
-¿Me imagino que también amerita una liposucción?
-Ay, ¿cree usted?
-No sé, me imagino.
-Usted es el profesional. Opéreme de lo que sea pero por favor, hágalo ya, que deseo verme linda y acosada, que los hombres me silben de admiración, que los automovilistas me toquen sus bocinas y los obreros de la construcción me tiren desde arriba de sus andamios sus mejores piropos y las más bellas flores y no los naranjazos y tomatazos con que ahora me “agasajan” estos salvajes.
-Seré Miguel Angel modelando una nueva obra de arte, no se preocupe. Ahora que mis honorarios…
-No se fije en gastos, doc. Soy viuda de un empresario que me dejó en una posición muy pero muy acomodada. Puedo pagar por este gusto que me quiero dar…
Guantes, luces intensas, pabellón acondicionado para que el artista enmascarado de blanco plasme su obra, no a cincelazos sino con la maestría ejecutora que le brinda su cartón profesional, siendo el bisturí, el plateado pincel que infiere precisos cortes en la blanducha piel de la paciente. Al cabo de varias horas, tras desechar cartílagos, grasa y piel sobrante, emerge desde la mesa quirúrgica una hermosa sirena semi tumefacta que duerme y acaso musita sueños de belleza…
Han transcurrido seis meses. Frederic Taylor y Johanna Peterson son marido y mujer. El ha abandonado su carrera de cirujano estético por la de pintor y ahora se dedica a hacer bellos retratos. Su modelo, esa que el mismo se procuró con el arte magistral de sus profesionales dedos, le sonríe desnuda y tendida en esa sensual alfombra sobre la que acostumbran ambos a seducirse…
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