“Caminó por la orilla del lago que hendía la sombra y la arboleda, con la música de la danza en la isla temblando en el aire que le rodeaba el cuello.” ( J.C. Onetti)




Mientras se internaba, su sombra era un espejo de las aguas ante ese engendro de misterios y olores. Al finalizar su recorrido una lluvia de ramas bañaba el epicentro de la tierra contorneando su silueta. Ella se arrodilló sobre esas pequeñas ondas de agua que mojaban la arena, en un acto de oculta adoración. Arriba, las hojas de los árboles transgredían el cielo apenas perceptible como una gruta de verdes que albergaba sus más íntimos deseos. La música de tambores y quenas se escuchaba cada vez más lejana desde lo profundo de la aldea.
Apenas comenzaron las primeras luces de antorchas se vio inmersa en esa maleza, enredada y confusa; hasta que el fuego la fue cercando para iluminar su cuerpo mimetizado por los musgos. Ante ese silueta en cuclillas tendida sobre el moho, sus ojos eran dos anclas perdidas al encuentro de más lunas. El frío de sus invocaciones se había condensado en esa piel desnuda mordida por alimañas, donde los huecos se llenaban de brotes y semillas. Quizás por ello cuando pudo desligarse de rezos y plegarias, la oscuridad ya había robado su existencia hacia esa gigantesca boca de la jungla...



Ana Cecilia. ©