Sofía, una joven latina de corazón fuerte cegada por un aparente deseo de prosperidad, con motivo del cual nunca consiguió dejar de soñar en la posible mejora de su situación social, me lo contó en su día. Después de un viaje inacabable desde su amada Italia hacia la vecina Suiza, en el momento de llegar al nuevo deseado destino, un destino desconocido, tan esperanzado como inesperado, se encontró con una situación que acabaría por llamar su, sombra oscura.
Una especie de raro castillo de roca descarnada del cual recordaba, por encima de todo, la fría estancia de una lavandería repleta de calcetines negros y sudorientos destrozados por el trote oxidado de lo que parecían rasgaduras de largas uñas, unos calcetines restaurados poco más tarde por largas agujas hirientes y por hilos y dedales de ocasión. Aureola de una aristocracia, decía ella, desvirtuada, sementera del orgullo con las carencias más habituales de una entristecida vanidad sin remedio, perdida en la oscurecida historia de una pretendida y desgarrada estirpe.
----Por favor, le sugerí, sin llegar a conseguir con mi intento detener el relato.
----¿ Tienes alguna cosa contra la Nobleza?- le pregunté
----No, me respondió.
----¿Sientes animosidad en contra de la Hidalguía?-le pregunté de nuevo.
----Otra vez no. No odio a nadie, no puedo desearle mal a nadie, pero, la . Nobleza es otra cosa; como también lo es la Hidalguía.
Siguió hablando, no podía callar. No podía por que no era ella misma, herida por recuerdos inolvidables que seguían hiriendo su memoria.
Recordaba al señor el nuevo propietario que no debía de pertenecer a la estirpe del castillo, un hombre seco de silenciosos presentes en la distancia, al cual describió como un jinete de bota alta, genésico que adorna al horizonte en toda la extensa y a la vez perdida lejanía de una pradería por donde el caballo trota. Pegaso de la historia, de la propia paciencia, con el trote ligero que un jinete encogido no era capaz de cansar ni mucho menos detener.
La impaciencia de la respuesta a las ordenes más inmediatas, las insinuaciones, y con todo, las humillaciones. La altivez de una apariencia plena, extraña y muy alejada de la pretendida majestad, ignorando como ausente el paso de las horas y los días. Un ser insensible, de otro mundo, ajeno al último latido que debería llenar la realidad cotidiana, el imprescindible sentido del paso de los instantes que deben saciar la grandiosidad de la vida de aquel afán de esperanza de futuro lleno de serenidad y complacencia. El anhelo que ha de colmar la tranquilidad de conciencia, el premio a la responsabilidad en todas las circunstancias; tanto las alegres como las tristes.
Sofía no era capaz de entender aquel vasallaje, el desprecio al cual se sentía sometida, consideraba inaceptable el trato tan injusto que la envolvía, ¡ degradante ¡- me gritó.- Ella era una mujer integra terminó por decir eso estaba bien claro, y las veladas insinuaciones del flaco jinete, le advertían que no debía perder su honor, su autoestima, por causa de un roce fortuito en un pasadizo estrecho, o tal vez, en una habitación de olvidada limpieza.
En tanto en cuanto hacía referencia a su lealtad, repetía que no era la cocinera maravillosa capaz de cocinar una receta culinaria sin emplear productos de cualidad.
La presencia envanecida, reflejo de la doma rígida del flaco jinete, no le producía desasosiego alguno, quizás la subyugante idea que del sentido del dominio entendía el otro, poseedor de la brida, pues ella- lo volvió a repetir- no era una burrita de doma sencilla un ciuco facile soltó en su estimado italiano.
¡ Dúchate ¡- oyó más de una vez al final de la jornada de trabajo, para luego, un poco más tarde, en un inesperado y turbador silencio, oír la ligera presión sobre el tirador de las puertas del baño.
El género humano es grande cuando es grande pero no lo es cuando se pretende demostrar una falsa grandeza.
Sofía no tenía ninguna culpa. Cuántas veces Señor, seguía diciendo, he recordado aquella modestísima familia de italianos que hacían las pizzas rellenas de queso parmesano, con las que saciaban las ansias de mi sufridor estomago.
Tres semanas, nada más tres semanas, llegó a resistir la falta de nutrientes encima de la larga mesa rodeada y presidida por escudos heráldicos, los cuales aunque presentes, nada más lucían colmados de recuerdos. ¡Ah¡ pizzas vulgares de queso parmesano, cómo me acuerdo de vuestro reconfortante sabor.
¡Ay¡ mi brava Sofía¡. ¡ Dove cé la veritá ¡
Roberto Bores Luis.
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