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Conocí a David en esa borrosa época de traslado, de traslado de la niñez a la adolescencia, de aprender a ser adulto. Le conocí cuando nadie quería conocerle, cuando ser un tipo raro y peculiar no era algo atractivo y cuando primaba seguir rigurosamente esas primeras modas que te atrapaban entre la simpleza y la vulgaridad. Le conocí al principio, cuando te aparece sin aviso una pelusilla como bigote o el primer grano en la cara, cuando la voz pasa a ser ronca y te enfrentas a un laberinto de dudas, justo al principio, cuando ser diferente no tiene importancia y prima el ser simplemente como alguien.
Me encanta recordarlo ahora, tumbado en la cama con la perfecta compañía de la persona que amo. Dejándonos despertar por la luz solar que se asoma por la ventana, desperezándonos lentamente, cubiertos por la fina sábana blanca que cubre nuestros cuerpos desnudos. Me gusta acordarme de David ahora, recobrar con la memoria aquella época. Pensar por un segundo en aquellos años y luego, casi simultáneamente, volver a la pequeña y blanca habitación en la que me encuentro y escuchar un par de palabras inconscientes: “déjame dormir”.
Puedo recuperar la imagen difusa de verle entrar en clase aquel primer día de curso y, a la vez, volver a ver esa expresión inequívoca que brotaba en su cara y en la de muchos otros, la del marginado y olvidado por todos los demás. La indudable cara que los situaba entre los no convencionales y, por consiguiente, en alguien de quien reírse y no prestar interés, un tipo raro, necesario en todas las aulas para aumentar el ego de los demás. Fue verle entrar y saber que iba a ser así, que no se iba a acoplar a la clase, que se le iba a tachar de pringado por el mero hecho de ser como era, por llevar siempre un libro bajo el brazo o por no hablar con quien no conocía de nada. Lo vi tan claro que decidí conocerle, hacerme amigo suyo y prestar mi ayuda en lo que fuera posible, él era un tipo raro, sí, pero no dejaba de parecerme un buen chaval.
Ya me he despertado totalmente, el ruido que entra por la ventana y sube desde la calle no deja dormir a nadie y la luz ya abarca toda la estancia. Es esta luz la de un perfecto día primaveral, esa radiante de felicidad que te invita a tomarte el día con más filosofía. Es la situación perfecta. Puedo ver mi ropa y la suya, tendidas sobre la silla y luego, mientras espero, seguir recordando.
Seguramente no ayudaba mucho su aspecto: camisas de cuadros viejas y anchas, vaqueros desgastados, unas gafas grandes y viejas que usaba para leer en clase, y siempre esa cazadora mal puesta, como si anduviera constantemente con prisas. Pero lo que más le delataba era su mirada, esos ojos caídos apuntando al suelo y sin ser capaces de alzar la vista ante la mirada de nadie. Era una mirada triste y gris, escondida entre su pelo hirsuto y mal peinado, unas retinas perdidas que lo traspasaban todo sin posarse en nada. Creo que en esos años fui el único del curso capaz de saber de que color eran sus ojos. Lo supe el primer día que le conocí, cuando, en el patio, me acerqué a hablarle muy a pesar de que iba a ser señalado por varios compañeros. Entre él y yo había una gran distancia, los dos lo sabíamos, él estaba solo y yo, al menos, gozaba de un grupo decente de amistades que me permitía codearme tranquilamente con todo el mundo.
-Hola, me llamo Gus.
-Yo David, encantado –y vi como sus pupilas eran de un intenso color plomizo, rebosantes de misterio, capaces de retener la sabiduría de los libros que leía..
A partir de esas dos frases nos fuimos conociendo poco a poco, como lo recuerdo con cualquier amigo al echar la vista atrás, y acabó naciendo entre nosotros una gran amistad. Pocos compañeros míos comprendieron que amistara con él, con ese nuevo y extraño chaval y, sin llegar a darme de lado completamente, fueron tratándome con más o menos indiferencia. Yo noté también algo totalmente opuesto, como nuestra tutora apreció mucho mi detalle y agradeció que alguien mostrase a David que esa escuela era capaz de comprenderle.
“Despierta, va”. Me desprendo de la sábana y me siento en la cama, reflexionando sobre esas imágenes, sobre aquella historia. Pienso por un momento en qué voy a hacer este nuevo día mientras por mi espalda cruza suavemente una mano que me acaricia, vuelvo sin poder evitarlo a pensar en David. Cuando la nostalgia me ataca, es imposible quitármela de encima.
A pesar de todo, incluso yo seguí pensando que era un tipo raro. Algo que di por confirmado una tarde al salir de la escuela, una de esas primaverales en las que el Sol brilla por encima de los edificios y te frunce el ceño, una tarde de esas en las que la ropa de invierno es demasiada y la de verano escasa. Camino de casa nos detuvimos en un parque para disfrutar de aquel buen tiempo y charlar un rato. Fue la primera vez que me vi con la necesidad de preguntarle a mi amigo por algo más íntimo. “Me gustan todas las chicas”, fue su respuesta cuando le pregunté si le gustaba alguna de clase. Me reí, no esperaba eso, había oído a varios muchachos fanfarronear de que les gustaban todas las chicas, atribuyéndose una capacidad afectuosa y pueril de fácil correspondencia, algo que no me cuadraba con sus ojos gachos. Pero sí, él era diferente, lo noté cuando añadió: “estoy enamorado de todas las chicas, de todas las del mundo”. No entendí esas palabras hasta mucho después, en ese momento pensé que era imposible amar a todas las mujeres del mundo, sin conocerlas y tan diferentes, pero llegué a creérmelo porque realmente existía alguna posibilidad para ello, sus palabras siempre me resultaron altamente convincentes. Aún así, a pesar de su debilidad enamoradiza, David nunca estuvo con ninguna chica ni nunca hizo nada para estarlo. Según él le bastaba con cualquiera, pero había algún impedimento que le imposibilitaba relacionarse con ellas. Durante ese tiempo siempre creí que se trataba de su forma de ser, de ese estatus de marginado en la escuela y también, para que negarlo, de su escaso atractivo físico. Un día, cuando la noche anterior me había asaltado la pregunta dándole vueltas a la actitud de mi amigo, le pregunté qué pasaría con las demás él día que alguna de ellas le correspondiera. “Me habré curado”, dijo seriamente.
Siempre me quedo igual, como en un compás de espera. Necesito este instante de reflexión sentado en la cama, acompañado tras mi espalda por un cuerpo caprichoso que siempre tendrá esa dificultad para iniciar el día. Siempre hago eso, siempre encuentro mis zapatillas una al lado de la otra para que me las calce y, si miro hacia el armario, puedo ver la bata colgada de la percha, atravesando con mis ojos la madera, sabiendo que está ahí como cada mañana. Siempre hago eso y siempre, en ese estado de reflexión, dedico unos segundos a recordar algo de mi viejo amigo David, aunque sólo sea el título de uno de los muchos libros que leía.
Vivía en una buena zona de la ciudad, un día fui a su casa para estudiar. Era un piso amplio y bien amueblado, algo tradicional, pero que hizo sentir en mí una especie de inseguridad. Me sorprendió que no hubiese nadie en casa, David nunca me había hablado de sus padres, sólo me había comentado en alguna ocasión que eran muy recios y estrictos, que no le pasaban una, por eso me sorprendió que no estuvieran en casa, no sé, me pareció contradictorio. Su habitación destilaba sencillez de cada una de sus paredes y resultaba ser el lugar perfecto para esa alma introvertida y peculiar. Me sorprendió la cantidad de libros en sus estanterías, ese afán suyo por leerlo todo que acabó por contagiarme. Observé con curiosidad la foto que reposaba en su mesita de noche, en la que aparecía junto a sus padres. Él sin ni siquiera sonreír, ya con esa mirada a ninguna parte, su madre sonriente y posando una mano en el hombro de David, orgullosa de su hijo, y su padre, con ese pelo engominado hacia atrás, arrogante y firme, mirando desde la altura de sus prepotentes ojos. Parecía una fotografía puesta allí por obligación, horrible. Estudiamos bastante rato, la literatura era lo suyo, pero en un preciso instante ocurrió algo que me intrigó. Al abrir un cajón para buscar un bolígrafo, pude ver un montón blanco de sobres, al menos una cincuentena. “Envío cartas de amor a todas las chicas que puedo”, me contestó ante mi sorpresa. Que había enviado a cada una de las chicas del colegio, a sus vecinas, a las de sus anteriores escuelas y a todas de las que era capaz de descubrir su dirección, y lo decía tímidamente, evitando mi mirada sospechosa como nunca había hecho desde que nos conocimos. “Cualquiera que me conteste me sirve”, dijo intentando aclararme. Pero yo no entendía, no comprendía esa actitud en él, me tenía casi asustado, adivinaba un matiz forzado en su justificación, unas palabras que ni él mismo se creía. Lo único que podía entender ahora era por qué su mirada nunca se alzaba del suelo al pasar por los pasillos del colegio, porque nunca ninguna de ellas le contestó. “A ver si me curo de una vez”, dijo finalmente.
“Despierta”. Despierta y recuerda conmigo, vamos, que se va a hacer tarde. Me encanta recordarlo ahora, cada mañana, desde la distancia, mientras tu acabas de despertarte. Y creo que me encanta porque ahora lo entiendo todo. Entiendo que amar a todas las mujeres del mundo, por igual, es lo mismo que no amar a ninguna, que ser incapaz de sentir amor por una mujer. Entiendo la mirada de David, entiendo de que debía curarse y comprendo, finalmente, que no tiene remedio, afortunadamente. Entiendo esa actitud suya, de niño incomprendido, todo eso que de él fluía y que nadie sabía ver. Entiendo también por qué en cuanto cumplió la mayoría de edad tuvo el valor suficiente para marcharse de casa, renegar de su padre y sentirse a sí mismo, olvidando ese estremecimiento propio de creerse enfermo, equivocado, que le habían obligado a sentir. Me encanta recordarlo, porque ahora lo entiendo todo y porque, tú lo sabes, estoy encantado de entenderlo. “Vamos, David, despierta de una vez que se hace tarde”.

Texto agregado el 20-04-2004, y leído por 350 visitantes. (0 votos)


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