Lo hemos repetido hasta el cansancio. Los chilenos somos seres mascullantes, maldicientes, pero nunca vociferantes. Acaso eso se dé en algunos sectores en que la palabra es un apéndice radicular del puñetazo certero. Pero, por lo general, cuando una situación mayor nos supera (léase, sin ambages, Transantiago) se profieren maldiciones con los dientes apretados, mirando con el rabillo del ojo a alguien que diapasone esa rabia que llevamos dentro, ya que no sabemos o no podemos exteriorizarla, simplemente porque no nos da el cuero para cometer tamaña osadía. Por lo mismo, surge un hálito que refresca el respirar cuando una voz clara, altisonante y bien timbrada, voz portadora de un reclamo revestido de buenas palabras, hace notar el disgusto por esa situación que nos agrede y atemoriza. Sucedió el otro día en un banco que publicita sus catorce cajas para atención de público y que, en rigor, mantenía en uso sólo cuatro. La fila se alargaba cual si estuviésemos a la espera de un fenómeno musical de envergadura, donde se trasnocha y se levantan carpas para asegurar la entrada. Pero no, era una simple fila para cobrar algún cheque, para pagar cierta cuenta o para depositar determinada suma. Entonces, por sobre el silencio interrumpido a veces por tímidas imprecaciones, se levantó la voz de timbre barítono que pedía explicaciones para lo inexplicable. Acudió un empleado con un discurso enteléquico que no dejó conforme al gestor de esas palabras certeras. La realidad era aplastante, envolvente y frente a nuestros ojos, esas cajas vacías parecían acicatear todo el desánimo, todo el rencor, toda esa furia contenida. Por lo mismo, cada palabra de ese señor, fue un bálsamo para nuestro espíritu y, a la vez, una crítica para nuestra obcecada timidez.
Y me fui pensando en esa megaestructura que asola nuestras vidas, ese monstruo impositivo de múltiples ruedas que arrolla nuestro orgullo, colisiona nuestra dignidad y nos va transformando, cada día más, en seres poco replicantes que babean apenas un insulto inocuo. Pensé que ni una sola rueda de este coloso infamante se hubiese movido si hubiesen sido nuestros vecinos de allende los Andes los conejillos de indias elegidos para el aleatorio experimento. Y me vi, parado en una esquina de esta comuna, oteando el horizonte, cual si esperara el advenimiento de un suceso místico. Pasaron, una tras otra, estas locomotoras imponentes, repleto su vientre de seres afortunados por el hecho de ser engullidos. Ninguna se detuvo, o si lo hizo, sólo nos cupo contemplar el rostro lívido de los que se arracimaban dentro. Me quedé contemplando mi sombra, despersonalizándome, viéndome como un espantapájaros plastificado en medio de esta gelatina que nos circunda a diario, juramentándome a salir adelante, a lograr mi objetivo, a triunfar en este lance cotidiano, a encaramarme, en suma, en esa locomotora verde y blanco y confundirme como otro trozo de gelatina en medio de esa masa murmuradora y lastimera que ya ni sabe lo que aguarda, acaso un mendrugo de esperanza, quizás un remedo de justicia...
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