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LOS MISERABLES

Juntos estudiaban, juntos caminaban, juntos almorzaban. Pedro, Juan y Ernesto parecían más bien un trébol de tres hojas, partes de un todo y nada como pétalos mismos. Todos los días almorzaban en el mismo restaurante, un galpón sin grandes pretensiones, donde importaba más la cantidad que la calidad, muro de contención del hambre de obreros de la construcción, empleados de supermercados cercanos, taxistas golosos y por supuesto estudiantes alcanzados, que por la cercanía de la Universidad sea había transformado en su sitio habitual. Por lo poco selecto de la clientela existía una política del negocio “cancele antes de consumir” y así se evitaban la supervigilancia de los picaros que en cualquier descuido de los mesoneros, desparecían como un fantasma. No existían más que unas cuantas mesas individuales, donde se sentaban los más pudientes de los comensales, para el resto se extendía como la pista de un aeropuerto, dos grandes mesones con bancas pegadas a sus costados, por lo que había que elevar las piernas para encajar en su parte interna y sentarse como en un comedor de una prisión. Demás esta decir que el trío de amigo jamás vio comiendo allí algún operado de apendicitis o alguna mujer con una cesárea reciente. La comida intermedia era para estos estudiantes toda una odisea que comenzaba a tempranas horas de la mañana, tratando de completar las escasas diez monedas que costaba el almuerzo económico, conformado por una sopa de carne y granos, una bandeja de pan y una jarra de agua, la variedad del menú popular era en parte la causa de la fidelidad del trío, muy pocas veces se repetía algún plato en al menos quince días, porque si hoy servían sopa de pescado, mañana lo hacían de pollo, pasado de verduras y el subsiguiente de frijoles con cerdo, todas espesas y sustanciosas, con una variedad culinaria que ya quisieran restaurantes ganadores de estrellas Michelín. Los miembros del trío adquirieron su recibo luego de cancelar en caja y se sentaron esperando canjearlo con algún mesonero por las respectivas sopas, talvez el único lujo de ese comedor de campo de concentración, el servicio “a la mesa”. Cuando terminan de ponerles frente de cada uno su plato humeante, a unos brazos de distancia se sienta un hombre gordo y grueso, quien luego de un rato se empieza a deleitar con una pieza de carne rosada y jugosa de generosas proporciones, rodeada de un bosque variopinto de suculenta ensalada y una torre de crujientes papas fritas al estilo Mc Donalds. Ante este panorama el trío se sentía comiendo papel higiénico, el penetrante olor a banquete los tenia embobados, cuando en una reacción de resorte, el comensal de ese manjar recoge unas llaves que tenia junto al plato, alza la pierna de su banqueta y se pierde raudo y veloz en dirección a los baños, cocina o salida. El plato estaba casi en su estado original, las pocas porciones de los contornos y cortes a la carne no habían hecho mella en su fastuosa estructura, eran unos pellizcos inocentes en las nalgas de un elefante. Sin pensarlo dos veces, Ernesto el más atrevido del Trío, extiende su mano al plato antes que algún mesonero lo recoja, lo atrae hacia su puesto, en un abrir y cerrar de ojos realiza unos cortes y reparto equitativo, arrojando cada porción suculenta sobre la espesa sopa que ya terminaban, comiendo y riendo por la velocidad de reacción y mirando en su puesto el plato que antes era un banquete de Dioses, vació y grasoso como mudo testigo de una apropiación indebida pero debida. Los gruesos trozos de carne no permitían tragar con la velocidad necesaria para abandonar con prontitud el recinto, por lo que se resignaron a disfrutar su travesura, hasta que un tos carrasposa los hace voltear hacia el pasillo para sorprenderse al ver al dueño del plato hurtado, en dirección al mesón a continuar comiendo lo que ya viajaba en sus gargantas rumbo a mejor destino. Ernesto líder incitador del delito, se pone en pie como un soldado rígido y marcial dirigiéndose a la victima, tratando de explicar lo inexplicable y buscando argumentos convincentes para justificar su desliz, cuando entre risas los mesoneros le murmuran detrás, -Amigo, no explique nada, veníamos a recoger el plato del Señor y cambiársela por otra comida, la carne estaba podrida y descompuesta, nos ahorro el trabajo de que los perros del restaurante se vayan a indigestar. Buen provecho y Gracias-. Risas y lamentos como sobremesa, ni un licor dulce serviría como digestivo, talvez vómitos provocados, pero esto queda para otro cuento.

Texto agregado el 16-05-2008, y leído por 213 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
16-05-2008 Está bonito. Pal hambre no hay pan duro, dicen. Yo que los muchachos le hago la denuncia al restaurante por vender carne podrida. Desastroso
 
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