La casa del Greco en Toledo en los últimos años de su vida era un remanso de paz que compartía con su esposa Doña Jerónima de las Cuevas. En esa época, había nacido una amistad que parecía perdurable entre el famoso pintor del renacimiento y el renombrado escritor Alonso de Ercilla y Zúñiga, autor de la Araucana.
-¡Qué hermoso atardecer don Doménico! -exclamaba Ercilla llamando al pintor por su nombre de pila.
- ¡No puedo menos que contemplar extasiado esta puesta de sol con sus reflejos dorados sobre el río Tajo!
- A mí, don Alonso, me recuerda a las puestas de sol en el mar Egeo en mi añorada isla de Creta donde transcurrió mi infancia.
- Y su isla, don Doménico, pertenecía a Venecia, la reina del Adriático. Otro lugar de ensueño.
- Así es, este atardecer podemos además compararlo con otro crepúsculo, el ocaso de nuestras vidas, ya que no hay duda que estamos pasando por ese momento de declinación.
Una mujer había aparecido interrumpiendo el diálogo de los dos colosos del arte. Era la esposa del Greco, la cual conservaba bastante de su pasado encanto juvenil.
- Buenas tardes, don Alonso, estaba escuchando vuestra conversación desde la habitación contigua y...¡Cuántos recuerdos os traen estas puestas de sol!
- Son solamente comparables a vuestra hermosura, los años no parecen pasar para usted, habéis elegido bien a vuestra esposa, don Doménico.
Su interlocutor se sentía embargado por un contradictorio sentimiento debido al juicio de su amigo, por un lado se sentía halagado, a causa de la buena elección que había hecho de su esposa y por el otro, molesto por el galanteo que su amigo le había dispensado a la misma.
Pese a ello, respondía:
- Así es, pude haber cometido errores en mi vida como cuando había criticado a Miguel Angel Buonarroti, pero la elección de mi mujer es el mejor acierto de mi vida.
Mientras tanto, el autor de la Araucana, miraba con insistencia a la mujer del pintor renacentista y un deseo inconfesable había surgido en su mente.
El Greco miraba con suspicacia a su compañero el cual tenía tenebrosos pensamientos. La desaparición física del pintor asociada a la representación mental del empalamiento del legendario Caupolican, el personaje central de su poema, se había plasmado en su mente. El Greco, manteniéndose dentro de las normas de urbanidad y cortesía, invitaba al poeta a conocer su atellier de trabajo.
- Vayamos a mi lugar de trabajo, don Alonso, quiero que contempléis mis obras pictóricas.
La esposa del pintor añadió:
-En la obra de mi marido, vais a poder notar la influencia del arte bizantino don Alonso, espero que os agrade.
Al juicio de la dama, el poeta correspondía con una sonrisa y se introducía en el atellier del artista. El greco había encendido un candelabro ya que, con la caída del sol, su gabinete estaba envuelto en la semipenumbra y de esta manera, don Alonso podría apreciar su obra. Ante el cuadro El Expolio, una de las obras maestras del pintor que representaba al Cristo del Gólgota ya despojado de sus vestiduras, la contemplación del cuadro había reavivado el sentimiento religioso de Ercilla y sentía un profundo dolor y vergüenza por sus siniestros pensamientos e inmediatamente los dejaba de lado.
- Admiro vuestro estilo, apartado de los cánones clásicos- Había exclamado el poeta.
La paz y la armonía habían renacido entre los dos colosos.
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