AGUA BENDITA
Mirgala
El agua que bajaba por su cara parecía negra y espesa pero siguió caminando con la mirada perdida y dando intensos tiritones. Sentía que las piernas le temblaban y no respondían a sus órdenes de continuar. Los pies eran dos bloques de piedra. Cada vez que intentaba levantar uno para avanzar le costaba un tremendo y casi sobre humano esfuerzo. Las lágrimas se confundían con la lluvia y se le metían en la boca con el sabor a sal ya atenuado con el agua. De vez en cuando levantaba la mirada y las estrellas se desangraban sobre ella. Lo que le estaba sucediendo era tan terrible que hasta el cielo se sentía conmovido y quizás por eso llovía tanto esa noche. Aunque habría sido preferible que no lloviera. Habría podido avanzar un poco más, los pies no estarían tan pesados, la ropa no se le pegaría al cuerpo dificultando sus movimientos.
El hijo que llevaba en sus entrañas luchaba por salir y ella lo sujetaba poniendo sus manos heladas por debajo del vientre. Espera un poco, sólo falta un poquito, le engañaba. En realidad, no sabía cuánto más debía caminar en esas condiciones para llegar al pueblo más cercano y pedir ayuda. El niño no hacía caso y continuaba su batalla por la vida. De vez en cuando un intenso dolor la obligaba a doblar las rodillas y le arrancaba un largo gemido. Luego se animaba a sí misma y contaba mentalmente intentando mantener el ritmo de la respiración: uno, dos, tres, cuatro y daba pequeños soplidos que la ayudaban a mantener la calma. Sentía un escozor en la comisura de los labios. Él la había golpeado también allí. La sangre que manaba de la herida era limpiada por el agua. Su cara estaba empapada. Apenas si tenía algunas manchas de lodo de cuando ella se llevaba las manos a la boca o a la frente pero enseguida volvía a mostrarse pálida, bañada con las gotas que caían como besos sobre su cabeza. El agua lo lava todo.
Ella le quiso mucho. Nunca había querido a nadie con esa intensidad, con esa entrega. Le quiso a pesar de todo y de todos quienes le decían que ese hombre no es una buena persona y ella se levantó orgullosa y lo defendió porque con ella siempre fue bueno, siempre hasta el día que supo que iba a ser padre. Aún así, se casó con ella y la llevó a su casa donde a veces fue feliz y otras conoció el infierno de tener a su lado a un ser frívolo, un alcohólico que llegaba ebrio y quería continuar en el hogar bebiendo el llanto de su Carmen. Seis meses habían transcurrido desde que supo la noticia del embarazo. Eran seis meses de miedo atenuado con algunos días en que la sobriedad le devolvía al hombre del que se enamoró. Entonces, Carmen tampoco era del todo feliz porque rogaba para que ese instante no se acabara. Por que dure un poco más la calma.
Carmen soportaba su vida en silencio y con valentía, esperanzada en que la llegada del hijo haga que Domingo se doblegue y se arrepienta de verdad, no como cuando tras darle una paliza le pedía perdón de rodillas, incluso, con regalos y lágrimas para después de unos días volver a obsequiarle el mismo infierno. Carmen perdonaba porque era buena y confiaba en que su hombre volvería a ser bueno algún día. Creía en él porque siempre creyó en la gente y nunca nadie le falló. Nadie, hasta que llegó él. La única persona que no debía fallarle.
Pensaba que al verlo, diminuto y cálido parecido a él que era su padre, le invadiría un infinito Amor como el que su padre le profesaba desde siempre. Imaginaba que al verlo lloraría de ternura y se rendiría, que los llevaría a casa y lo cuidaría por las noches y le contaría historias y cuando ya sea grande el niño, lo llevaría a la escuela y a jugar fútbol como todos los padres. Todos los días se alimentaba con esa esperanza y acariciaba llena de devoción la barriga que le iba creciendo más y más cada día. Y le sentía moverse y un infinito estremecimiento la embargaba entera. Hacía listas de nombres pero siempre terminaba llamándolo Domingo. El pequeño que le devolvería la alegría de vivir y que sería el salvador de su hogar.
El barro se hacía cada vez más pesado y las piedras le rasgaban los pies. Los zapatos se perdieron el algún lugar. Pedía perdón pues algo malo debió hacer para que Dios la castigue de esa forma. Tal vez, desobedecer a su padre cuando le dijo que no se fuera con él. Gritar a su madre cuando le prohibió que saliera a verle. Mentir que estaba con una amiga cuando en realidad pasó la tarde en brazos de Domingo que entonces era tan bueno.
Le dolía la espalda pero no era dolor de embarazo, no era dolor de mujer preñada de siete meses ni de llevar horas caminando con la barriga llena de un Amor hecho de carne que quería salir desesperadamente a consolar a su madre. Era dolor de bate de béisbol golpeado contra ella con odio, dolor de llave de cruz rompiéndola mientras Carmen se la ofrecía entera para proteger a su hijo. Dolor de puntapiés que la desarmaron, lluvia de botas ensangrentadas que se estrellaban contra su cara, contra su espalda, contra sus piernas, contra su vientre. También contra su barriga inflamada de hijo. A ratos lo recordaba todo y se tocaba los golpes, llevaba su mano temblorosa hacia su costado derecho y se encontraba una brecha que sangraba. Sabía que era sangre porque era más caliente que la lluvia y se abrazaba a sus dedos como queriendo volver a ella. Se tocaba la cabeza y descubría que allí también la había pegado, que allí le dejó una zanja con la llave de cruz, que se podían meter los dedos y no hallaban hueso. Le dolía el corte en su garganta con el hilo de pescar que la dejó inconsciente. El agua de la lluvia se llevaba la sangre. El agua amortiguaba el dolor, lavaba las heridas. El agua lo limpia todo.
Llevaban una semana entre fuertes discusiones. Las peleas eran más frecuentes que las horas de comer y el aire de la casa era asfixiante como un incendio. Se respiraba en el ambiente algo así como una niebla pesada y densa. Una mezcla de tabaco y rabia. Pero él llegó, esa mañana, arrepentido, pidiéndole perdón por dejarla sola toda la noche, también por haberle dado una paliza el día anterior y desviarle la nariz al empujarla contra la pared. Por insultarla de las formas más dolorosas que se le pudieron ocurrir. Perdón por decir que no era su hijo el que esperaba. Le pidió que aceptara pasar un día en el campo, dar un paseo, hablar, comer fuera como una familia feliz, mirarse a los ojos y rectificar los errores. Y Carmen, la tonta Carmen, le creyó. Preparó empanadas, tortilla para dos, café, sánduches de queso y refrescos. Domingo guardó unas cosas en el maletero del automóvil: Un bate de béisbol por si jugaban un partido, una caña de pescar por si pescaban, una llave de cruz por si pinchaban…
Cuando recobró la conciencia ya había oscurecido. Seguramente pensó que estaba muerta cuando la dejó. Casi no podía respirar. Aún tenía alrededor del cuello el hilo de la caña de pescar. Se incorporó haciendo grandes esfuerzos y logró mantenerse en pie por unos instantes hasta que sintió que una punzada en el vientre la derrotaba. Cayó nuevamente sobre el suelo pedregoso y un grito se le escapó sin que pudiera evitarlo. Sólo llegó al vacío. No había nada en kilómetros, ni una casa, ni una gasolinera. Nada donde pudiera refugiarse o pedir auxilio. Volvió a incorporarse y aunque el dolor continuaba, era más leve, lo que le permitió caminar lentamente y a tientas para buscar el camino. Lo encontró después de ver una luz que se aproximaba y que pasó a gran velocidad sin que ella pudiera llegar a tiempo para detener el automóvil. Pero ya estaba en el camino. Alguien volvería a pasar. Rezaba insistentemente por ver otras luces acercarse y nada. Las primeras gotas empezaron a caer y con ellas las primeras contracciones.
-Aguanta un poco, pequeño. Verás que viene alguien y nos salva, verás que llegamos al pueblo y nos ayudan, verás que todo pasa. Verás que te faltan dos meses mi vida, mi niño lindo, mi Amor y le acariciaba a través de la piel, y lo llenaba de besos por medio de la sangre.
La lluvia caía cada vez con más fuerza. El camino de tierra se hizo un río encabritado que arrastraba lodo, piedras, ramas y todo cuanto hallaba a su paso. Los dolores eran cada vez más frecuentes y Carmen a la llegada de cada uno se doblaba en un grito, caía y volvía a levantarse una y otra vez hasta que entre los ojos nublados por la lluvia y las lágrimas logró divisar las luces de un pueblo. Dio gracias a Dios pero justo en el momento en que intentó correr una nueva contracción, la devolvió al suelo.
Llamó frenéticamente a la puerta de esa casa. El hombre tardó en bajar y cuando abrió la puerta ella se desvaneció en sus brazos. Estaba empapada. Una estampida de sangre bajaba por sus piernas y el hombre notó que dejó de respirar antes que con ayuda de su mujer pudieran meterla en la cama.
Al día siguiente cuando amainó la lluvia, encontraron el cadáver de un recién nacido a la entrada del pueblo al pie de un árbol arañado. La lluvia se había encargado de limpiarle todo rastro de sangre. Era hermoso. Varios vecinos se acercaron para rezar por su alma. El cura arrojó sobre él unas gotas de agua bendita. El agua lo borra todo. El agua lo salva todo.
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