Doña Eva vivió hace medio siglo, donde la mierda olía cada día más fuerte, los hombres trabajaban duro, bebían mucho, ganaban poco y los hijos eran la sobrepoblación del sector. No había nada en ese lugar que superara el numero de niños que había, como la madre de las maldiciones el tener muchos hijos y poco dinero.
Tuvo mal en casarse un día, para apalear los gastos de su familia, con uno de los hombres más necio, arrogante y flojos de todo ese pueblo, ese hombre, que en un comienzo parecía tan ávido con sus manos al querer, pasó a adquirir una virtud añeja, pero que en el caso de Doña Eva surtía efecto como remedio infalible, el de ser golpeador. Le levantaba la mano cada oportunidad en que veía en ella una objeción por algo y así fue como aprendió con los años a callar, a no decir nada, a agachar el moño cuando su esposo hambriento, borracho y cansado, quería que cumpliera con sus obligaciones de mujer.
El esposo trabajaba de minero, y todos los días llegaba con la ropa negra del extraer carbón, malhumorado, como para hablar de las cosas que pasaban en el mundo que no veía por meterse unos cuantos metros bajo del suelo, a sacar el dinero que se bebía mensualmente. Siempre pensó que la mujer era solo una herramienta más en la vida del hombre y que estas no pensaban, ni mucho menos tenían derechos por sobre los hombres. Varias veces llegó a la casa con el hocico rojo de tanto vino, con las manos negras al igual que las ganas de buscarle a Doña Eva el error más mínimo, poder romperle la mollera con lo que tuviera a mano. Pero bien es sabido que cuando al perro más quieto y tranquilo, se le molesta por mucho tiempo, pronto viene la colma hasta que sin aviso estalla en alaridos y mordiscones enfurecidos contra quien le ha causado males y desmanes en su vida. Doña Eva tuvo de eso un buen día de noviembre, por la tarde, cuando el hombre llego como cada fin de mes, con una ranchera arrastrada entre los labios y una botella de vino barato en las manos. Golpeó la puerta de la casa con el pie, tan fuerte como para que le oyera la cuadra completa, Doña Eva, que había aprendido a conocer de las mañas de su esposo, guardaba siempre un dinero, para hacer sopaipillas y vender para poder pagar lo que en el sueldo del marido no se contemplaba, porque se lo bebía antes que lo distribuyera, ese día ella se encontraba cortando el zapallo cuando el llamo a la puerta, borracho y furioso. Ella le abrió la puerta, tan pronto pudo, con la cabeza agachada y cerró rápido, para que el aceite al fuego no se le enfriara, unos minutos más tarde el hombre bebía sentado a la mesa, mirándola amasar, viéndola como el sudor por su frente bajaba, como pequeñas gotas. Nunca supo qué, pero algo de ella a su esposo le molesto ese día, se puso de pié con calma, tomo un uslero que estaba cerca y comenzó a molestarla, le decía cuanta cosa en su borrachera en insultos se le ocurría, mientras que con el uslero le punzaba la cintura. Aquí Doña Eva no aguantó más y en un movimiento casi fotográfico, tomó el cuchillo del zapallo y temblando de ira dijo:
-¡Mira condenado de tu madre, todos los días llegas acá, con el cuello negro y la que te baña soy yo, todos los días llegas con hambre y la que te cocina soy yo. Así que si hoy viniste con el hocico caliente por putear contra medio Chile y sacarle la cresta a medio mundo, te aviso altiro que no estoy en ese medio Chile, ni en ese medio mundo, porque te juro por mi madre que me vuelves a levantar la mano y con este cuchillo te doy maricón, porque de la cárcel puedo salir, pero tu maldito, tu del cementerio, no sales nunca!-
Cuentan que después de este episodio el hombre nunca más volvió a llegar borracho a la casa, que Doña Eva no tuvo que vender ni una sopaipillas más porque él ahora llegaba con todo el dinero, que los fines de semana se quedaba en la casa ayudando en cosas tan simples como arreglar el techo que siempre goteó o cambiar el vidrio de la ventana, que tantos años duró quebrado. Se decía que esa buena tarde de Noviembre aquel hombre cuyo nombre tan bíblico, no volvió a pensar que las mujeres eran inferiores y mucho menos a levantarle la mano a su mujer, ya que Don Adán, como así se llamaba, era macho, pero no lo suficiente para entrar al cementerio de día no salir ni aunque fuera de noche.
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