La de la doscientos catorce, así la conocíamos. Era una anciana de noventaitres años que apenas recordaba su nombre y que no paraba de repetir que su madre estaría preocupada por ella. Yo le lanzaba inocentes sonrisas con la única intención de tranquilizarla mientras tratábamos, entre tres personas, de cambiarle el pañal y asearla; y eso, bastaba para que su ceñuda frente se relajase y con unos brillantes ojos azules y la más sincera de las sonrisas me devolviera la felicidad de una niña de ocho años.
No le prestaba mucha más atención el resto de la jornada, a menos que me tocara hacerle la cura de su herida, pero por lo demás, se pasaba las horas mirando el mundo exterior tras un vidrio, que lo mismo vibraba a causa de unos arremolinados vientos como tintineaba al son de una tormenta.
Me trasladaron al servicio materno-infantil del mismo hospital, y entre los ajetreos de una vida normal y corriente como la mía se perdió el recuerdo de aquella abuela de pelo cano. Tampoco me preocupé por saber nada de ella, y nadie en mi condición de estudiante lo habría hecho, pero ocurrió la segunda mañana después de mi traslado, que una mujer de no mas de diecinueve años dio a luz a un bebé prematuro, a penas mas grande que mi mano. Entre tanto alboroto, cuando consiguieron estabilizar al bebé y a la madre, alcancé a ver a la criatura que se resguardaba en la incubadora: Una preciosa niña con los ojos cerrados y los puños apretados. En un instante que quedará grabado en mi memoria, de los resquicios que sus diminutos párpados formaban, un destello azul me fulminó, y al instante recordé a la inmóvil ancianaza olvidada. En ese momento comprendí, que eran la misma persona, que débilmente protegidas del exterior, descansaban en diferentes camas.
|