Este no es un grito de guerra.
Es la voz de mi pueblo herido
que grita en la garganta de la tierra…

I


Amanecer en la vieja ciudad del sol,
llanura interminable de la historia.
Ojos que se cansan de la ceguera diaria.

Las manos agrestes labran entre sombras
la casa que jamás han de habitar,
en la que no crecerán sus hijos.
Danzan los sueños
y se disipan con el humo del incendio,
se extinguen con la tarde.

Permanecemos en esta tierra
por no dejar a nuestros muertos.
Llevamos sobre nuestros hombros
lajas memoriosas.


II


Maternales,
las manos de la sierra
nos han alimentado,
nos han protegido
de todo mal…

Somos la raza condenada,
los que nadie mira,
a quienes nadie escucha.

Al otro lado del fuego
se tambalea la sombra,
se bifurca y se desteje
la voz de los ancianos.

III


Mírame.
Entre las ruinas de mi templo,
con los pies descalzos,
recorro mi desgracia.

Soy pueblo henchido de colores desgastados,
salitroso de olvidos minerales.

Alrededor de mi cuerpo que agoniza
sobrevuelan ya los zopilotes.


IV


No hay dolor en el camino del norte.
Nada hay que turbe el sueño de la serpiente.

Canta el cielo sobre las ramas del chopo
y su canción es remembranza
de la sangre que ha sido derramada
por las manos de la historia.

Al final del día
habrá siempre un crepúsculo en el monte.
Alguna noche no amanecerá.

La madre devorará a sus hijos…