Le vuelve a atacar la tos y la sangre cae de nuevo a borbotones de su boca. La mano aun agarra con energía la espada clavada en el suelo, parece que quiera volver a levantarse. Pero las fuerzas le abandonan a la misma velocidad que la sangre que se escapa por sus heridas. En su rostro se retuerce una mueca de resignación y de esperanza perdida. El honor de la batalla ni el haber muerto como un héroe le servirán de nada. Nadie recordará su nombre ni el de los demás que hoy le acompañan.

Sus ojos se enturbian y sus parpadeos cada vez son más lentos y pesados. Su respiración es entrecortada, cada vez que vuelve a toser el dolor atroz de la muerte recorre cada uno de sus músculos. Su ropa está teñida de sangre, la sangre que le da la vida y la sangre de las demás vidas que arrebató. La presión de su mano en la empuñadura se afloja, el escudo resbala y cae al suelo. Nadie se acuerda de él, ni del resto de los cadáveres que se apilan por decenas en la colina. Solo ha sido otra lucha más que quedará perdida en el silencio eterno del olvido. Ya no importa si el cuerpo del enemigo que reposa a su lado respira o no.

La sangre sigue extendiéndose por su ropa, la hoja que hay clavada en su pecho ha dejado de molestar. El dolor ha desaparecido. Su brazo cae por su propio peso muerto que ya no puede sostener. Un último suspiro escapa de su boca. Sus ojos se cierran y lo último que ven es como me acerco.

Y lo último que recordará será lo mismo que recordarán todos los demás. El roce de mi mano que arrancará su alma.