En verano aprovechaba las tardes de luz para irme al Retiro y pasarlas enteras jugando al ajedrez. Subía por Menéndez Pelayo y daba un paseo entre la rosaleda y la fuente del Ángel Caído bordeando los trozos de césped que el Ayuntamiento acababa de replantar. Poco antes de llegar al estanque torcía a la derecha y me sentaba en las mesas de la casa de juegos. Los gatos se desperezaban a esas horas de la tarde al lado del seto. Luego jugaba unas partidas y siempre me encontraba a Germán.
—¿No has visto a Germán estos días? —le pregunté a un señor que siempre llevaba la misma chaqueta raída.
—A Germán hace días que no le veo.
—Yo tampoco.
El que jugaba con el señor de la chaqueta raída era un joven con perilla que me debía diez euros. En realidad nunca esperé que me devolviera mis diez euros. La gente de la casa de juegos del Retiro no era, por lo general, gente de dinero. Algunos llevaban chaqueta, pero siempre llevaban la misma. El chico de la perilla, el día anterior, miraba a todo el mundo con cara de impaciencia. Jugaba conmigo pero tenía la cabeza en otro lado. En una talega llevaba el cronómetro y lo iba ofreciendo.
—¿Quieres un reloj? Está casi nuevo. Te lo vendo por treinta euros.
Empezó la tarde pidiendo treinta euros y acabó por veinte y añadiendo al trato las piezas que llevaba en la misma talega. Sólo uno de los ajedrecistas se interesó por el reloj, pero no llevaba veinte euros encima. Mientras le daba mate en la tercera partida yo intentaba imaginar para que quería el dinero. A veces veía a sus amigos liándose canutos junto al seto, así que imaginé que era para comprar María.
—¿No querrás tú un reloj? —me dijo cuando estaba a punto de perder—. Te lo vendo por quince.
La verdad es que me daba igual darle veinte porque aquel verano me estaba saliendo barato con mi nuevo pasatiempo. No gastaba nada, y darle cincuenta no se hubiera notado en mis cuentas.
—Te puedo prestar diez, pero no quiero el reloj —le dije buscando un billete pequeño en mi cartera.
—Vale tío, te prometo que te los devuelvo la próxima vez que te vea.
Me daba igual darle veinte, pero calculé que era lo que necesitaba. Si le hubiera dado los quince que me pedía, él se hubiera ido pensando que yo era un pardillo, o, peor, que para mi aquella cantidad no significaba nada, y que podía repetir la historia cada semana.
La cifra me servía para hacer de buen samaritano por un día, y para evitar futuros sablazos. Le había dado esa insignificancia regateando, como si a mí también me importara. Y por otro lado se lo había prestado, con lo cual, si volvía a hablarme de dinero le recordaría lo que me debía. Y todo por la módica cantidad de diez euros.
—No debiste darle nada —me decía Adolfo camino de casa.
Adolfo vivía cerca de mi calle, un poco más abajo. Aparecía al final de la tarde, con el tiempo justo para una partida que, a veces, no daba tiempo a acabar. Volvía conmigo por el camino de tierra hasta la plaza de Mariano de Cavia, y allí nos decíamos adiós.
Adolfo era mucho mayor que yo y generalmente no discutía conmigo, me enseñaba cosas, como se enseña a un niño.
—Mira, ¿ves a Fernando y a todos esos que se sientan junto a la caseta? —yo los conocía de vista—. Pues no les presto nada. Cuando yo empezaba a ir a la caseta era pedirme tabaco un día sí, y otro también, hasta que me harté. Ya está bien, coño. Esas cosas, o las cortas de raíz o no las cortas nunca.
Yo escuchaba en silencio. No llegué a decírselo, pero iba pensando que Adolfo era un poco tacaño.
—¿Que le has prestado hoy diez? Mañana serán diez más.
—¡Hombre! si se acostumbra le diré que me devuelva lo que me debe.
—Ya.
Germán en cambio miraba las cosas con ironía. Era un hombre que estaba por encima de casi todo. A veces se quejaba de su pierna. Le dolía la pantorrilla porque le operaron del corazón y le quitaron una vena para hacer el by-pass. Aunque el dolor debía ser importante, lo mencionaba con mesura, como si fuera un precio insignificante que había pagado por estar allí, aquella tarde, jugando al ajedrez igual que los demás.
Jefferson, mi amigo colombiano, me ofreció echar la primera partida de la tarde. Jefferson era menos teórico que yo pero solía ganarme, y era, de toda la gente del Retiro, con el que yo más odiaba perder. Cuando se cobraba una pieza le cambiaba la cara y ponía voz juguetona, como si tú fueras un ñu indefenso que cruza la llanura de Serengeti y él fuera el cocodrilo que va a darse un banquete. En cambio, las raras veces que la partida se le ponía en contra se quedaba pensativo, como si, además de la partida, se estuviera jugando sus ahorros.
Jefferson jugaba para ganar. No era un ajedrecista de raza. Al buen ajedrecista le da igual que color lleva ventaja, le importan los problemas que ve sobre el tablero. German no jugaba para ganar. German no cambiaba de gesto cuando perdía una pieza. Oyendo su voz nunca hubiera adivinado si ganaba calidad o perdía.
En alguna ocasión llegué a pensar que jugaba al ajedrez igual que jugaba a la vida. Cuando a mi me comían una pieza yo perdía el interés por seguir jugando
—Ya estoy perdido sin ese alfil.
Pero él siempre decía:
—No, eso no. Perdido nunca. Siempre se puede hacer algo.
Germán no se rendía. Jugaba hasta la última pieza. Y la mirada se le encendía cuando era capaz de remontar una batalla. Nunca olvidaré aquella vez que perdió la dama y le dio la vuelta a la partida. Su mirada no era de superioridad como la de Jefferson. No era la del cocodrilo que se come al ñu indefenso que cruza las llanuras del Serengeti. Era la alegría del niño que consigue en Navidad el regalo que ha pedido mucho tiempo, la felicidad del hombre que gana un año más de vida a un corazón débil a costa de un ligero dolor en la pierna. Después de aquella partida empecé a pensar que Germán reproducía en el tablero la misma partida de su existencia. Y eso me hizo empezar a mirarlo con otros ojos. Por eso, cada tarde, cuando llegaba a los juegos, me hacía ilusión saludarlo.
—Oye, Jefferson. ¿Tú has visto a Germán estos días?
—No —dijo, mientras seguía pensando su jugada.
Los gatos se peleaban entre ellos llenos de vida pasada la hora de la siesta. La caseta de los juegos sólo se usaba en invierno. En verano guardaba una estantería detrás de la puerta donde podíamos coger los tableros.
El seto rodeaba la cabaña de madera tal vez para hacerla más familiar al paisaje del Retiro. Los gatos lo habían convertido en su pequeño fortín porque ni los jugadores ni los perros que querían jugar con ellos solían traspasar esa línea.
—Oye, ¿habéis visto los gatos? —dijo uno de los habituales—. Ese romano es nuevo.
Algunos jugadores volvieron la mirada hacia el seto, sin mucho interés. Parecía que la noticia no les cogía de sorpresa. Parecía que todos tenían un censo exacto de los diez o doce gatos que rondaban la cabaña.
Yo me quedé mirando mucho rato, mientras Jefferson pensaba. Con Jefferson todavía podía hacer la Ponziani porque no sabía la respuesta, aunque hacía años que estaba refutada y no se juega en los campeonatos. La Ponziani es igual que la Caro Khan, pero con blancas. El tenía que avanzar el peón de dama, pero no lo hacía. Nunca avanzaba el peón de dama. Creo que estaba pensando en aquel maldito peón de dama o quizá en los gatos cuando oí la voz de Fernando.
—Germán murió.
Fernando era el hombre con el que Adolfo no hablaba nunca porque le pedía tabaco. Había escuchado nuestra conversación mientras leía el periódico. Dijo la frase sin quitar la mirada de la página que tenía delante, sin soltar su cigarrillo, sin mirarnos.
—¿Qué? —yo lo había oído pero no quería creérmelo. Quizá necesitaba oírlo de nuevo con otra voz, con otras palabras que me tranquilizaran, que me ayudaran digerir una verdad que me escocía tanto.
—Se lo llevaron de su casa en una ambulancia el lunes pasado. Tuvo otro infarto —y añadió, como queriendo explicar por qué lo sabía—. Yo vivo en la calle de al lado.
Aquella tarde, Adolfo llegó un poco antes que de costumbre. Esta vez nos dio tiempo a acabar la partida. Jugué completamente en silencio mientras le oía darme explicaciones sobre su trabajo antes de jubilarse. Adolfo había sido contable de una empresa.
A media partida me hizo unos calzoncillos. Avanzó un peón y me obligó a elegir entre perder mi alfil o mi caballo.
—Sin ese caballo, me parece que lo tienes perdido.
—No —dije—. Perdido nunca.
Luché con ahínco por remontar la pérdida. Pero su peón, además de cobrarse una pieza dejó una brecha en su flanco. Alineó las dos torres en ese punto y las usó como un ariete contra mi enroque. En pocas jugadas me dio mate.
En el camino de vuelta, Adolfo me hablaba de Excel, o de Access. A Adolfo le gustaba explicarme cosas de Windows desde que se enteró de que yo utilizaba el ordenador para descargar ficheros. Fue como si me considerara miembro de una misma congregación. Desde que descubrió esa afición común me hablaba sin parar de los programas que usaba en casa. Era capaz de dedicar una hora a explicar como se usaba el corta y pega o como se personalizaba la barra de herramientas de una aplicación. A veces daba la sensación de que para Adolfo, descubrir una opción dentro de una barra de herramientas, era una de las experiencias más intensas que le deparaba el día. Esta tarde me iba explicando como archivaba las imágenes de una web.
—Adolfo —le dije sin intención de cortarlo—. ¿Sabes que Germán ha muerto?
—No, no lo sabía.
—El lunes.
Y de repente todo el entorno Windows y sus aplicaciones se borraron de su mente. Los dos seguimos caminando en silencio. No quedaba nada que decirnos en aquella noche tan lúgubre. Él parecía abatido hasta que llegamos a la entrada del parque y bajamos las escaleras que nos separaban de la acera. Luego volvió a su paso animado. Pero no abrió la boca.
A nuestra manera, aquellos momentos de silencio fueron lo más parecido a una oración que supimos pronunciar. |