Ella tiene el cabello largo y negro. Sus ojos oscuros son tan penetrantes que me hielan la piel sólo de verla, por eso pocas veces me decido a tocarla. Su piel es muy blanca, casi transparente. Si la miro muy de cerca, puedo ver las líneas azules que recorren todo su cuerpo. En su rostro, cerca a la comisura de sus labios y bajando hacía su cuello hay dos pequeñas venas que sigo con mis uñas cada vez que ella duerme. A veces imagino que son los rastros de sangre que le han quedado marcados después de chupar el cuello de alguien más.
En la universidad no tiene muchos amigos, se la pasa mucho tiempo sola fumando cigarrillos y otras cosas -eso me ha dicho-, cuando llega a casa no me cuenta nada de lo que ha hecho porque al parecer no hace mucho, pero siempre me dice qué es lo que siente, lo que piensa, lo que observa de los demás. No es una persona triste, ni se deprime fácilmente, pero la gente tiende a pensar que la sombra oscura y el lápiz negro de sus ojos ocultan verdades más tenebrosas que las que realmente esconde. Siempre que sale lleva puestos unos audífonos pequeños en sus oídos, supongo que escucha la misma música que oye cuando está aquí. Esa música extraña que me recuerda a payasos y mimos, cantando sobre sus tristezas. O esa otra música que la hace saltar sobre la cama y gritar a todo pulmón letras de canciones que nunca he entendido.
Ayer la vi un poco triste, es cierto, me lo pareció porque entró al cuarto y no me saludó, además la línea negra de sus ojos estaba corrida y dos grandes lagrimones le corrían por las venas de la comisura de sus labios. Se sentó al borde de la cama y empezó el largo ritual de soltar los cordones de sus botas altas, negras con punteras en acero -las buscó tanto- siempre se sentía muy bien cuando las llevaba puestas. Son como su arma secreta, ella sabe que una patada bien puesta con esas punteras pueden dejar a alguien tirado en el piso un buen rato, al menos el mínimo para salir corriendo y llegar bien lejos. Pero iba, llegó y se quitó sus botas punteras. Llevaba unas medias negras de lana sobre unas medias negras veladas. Se deshizo de las primeras. Una falda, del mismo color que toda su ropa, se deslizo sobre sus delgadas piernas, sólo quedaban ella, sus medias veladas, una camisa y su sostén. Hice un pequeño mohín en ese momento para que se percatara de mi presencia. Se acercó y me acarició la cabeza. Se recostó cerca a mí, su llanto se regó instantáneamente, lágrima tras lágrima dejaban húmeda su almohada. Intenté lamer su mejilla, pero en ese momento se levantó y puso música. La voz suave y profunda de una mujer se escuchó. Ella se sintió mejor al escucharla. Así es como se cuándo está triste. Siempre se quita sus botas negras con angustia.
Sé que ella ansía conocer a aquellos de quienes tanto me habla, pero ella misma sabe que le tienen miedo; a sus botas, a su rostro triste, a su maquillaje negro y a esos tontos chismes sobre sacrificios, drogas y soledad. No le gusta estar con mucha gente, pero tampoco piensa quedarse sola siempre, ya tiene bastante con que su madre tampoco le hable. A veces, no puedo comer de mi plato, cuando pienso que la gente no puede escuchar lo que yo escucho de sus labios. Tampoco han podido leer lo que esconde en una cajita de madera bajo su cama. Ni han sentido sus manos sobre su piel tal como lo hace conmigo cada vez que me ve. Ella es una mujer alegre y muy bondadosa, se ha hecho cargo de mí desde que me encontró aquella noche maullando a la entrada de su casa, casi con las tripas por fuera, del hambre. Me cuida tan bien que durante noches enteras, madrugadas y días completos, he querido poder ser, para estar con ella y ayudarle a ponerse sus botas. |