No dejo de recordar esa tarde, el bar repleto de gente y afuera la lluvia desplegaba toda su hermosura y frescura en millones de gotas que al caer y entrar en contacto con la calzada creaban una extraña melodía que invitaba a casa o a una cabaña en medio de la montaña para descansar, dormir, contemplar la lluvia por la ventana y en el mejor de los casos disfrutar el tiempo en compañía de un gran amor o una excelente amante que se dejara seducir rítmicamente por el sonido acústico de la lluvia sobre el tejado y quebrando con quejidos su compostura se fundiera conmigo en un amago de locura y tentando al deseo no quedara espacio en nuestros cuerpos que no se mojara con la lluvia o humedeciera con los besos.
El deseo se apoderaba de mi, terribles corrientes eléctricas estremecían mi cuerpo por dentro, empezaba a sudar y a estar nervioso, mi mirada transitaba rápidamente y sin detenerse entre la gente, ella, más que yo, sabía muy bien lo que buscaba, pienso que mis ojos son un ente propio, libre, con gusto y satisfacción propia, y digo esto por que en múltiples ocasiones siento que ellos me guían y controlan. Y lo hacían aquella tarde. Miraban sin detenerse hasta que de repente se enfocaron hacia la puerta y separaron con celo y saña de entre la gente a aquella chica cuyo esplendor y brillo no opacó la lluvia ni el viento. La miré fijamente y me sentí tentado a invitarle un café, pero mi prudencia se impuso y esperé a que se ubicara dentro del bar, la vi mirar a todos lados, hasta que sin remedio alguno nuestras miradas se cruzaron y ella mas desenfadada de lo que me esperaba, sonrío y seguidamente se dirigió hasta la mesa en la me encontraba sentado o mejor dicho, atado.
Me puedo sentar. Dijo tranquilamente, mientras dejaba caer su bolso sobre la mesa, yo inhibo por la sorpresa, respondí de la manera más estúpida e inoportuna. Me encogí de brazos y haciendo sentir claramente la contradicción entre mi cuerpo, mis pensamientos, deseos y decisiones le dije que si, la verdad es que creo que ni me oyó.
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