Cualquiera que pusiera en manos del Lic. Almanza el arreglo de sus asuntos legales (reclamaciones, transacciones, demandas, querellas, etc.) podía escuchar de sus labios la promesa de que dichos asuntos serían tratados
-Con honestidad, estricto rigor, apego a la Ley y siempre siguiendo “al pié de la letra” (expresión que usaba constantemente) las instrucciones del cliente.
Cierto era que sus enemigos –que nunca faltan- lo llamaban maliciosamente a sus espaldas “el licenciado Al-tranza” –deformando maliciosamente su apellido- pero, de acuerdo a la frase que indica que a palabras necias oídos sordos, hacía caso omiso de aquellos malignos comentarios y con su buen trato, el permanente gesto amable que parecía tatuado en su sonrisa y su mirada, así como su impecable presentación de extrema pulcritud echaba por tierra el menor asomo de desconfianza.
Cierto era, también, que en los inevitables casos de inconformidad los argumentos en respuesta a las reclamaciones recibidas eran tan minuciosos, intrincados y aparentemente contundentes que nunca había prosperado ninguna demanda en su contra y como refuerzo a esa intachable imagen estaba el apoyo de su hermano, el también Lic., de nombre Roberto (por mal nombre Roba-harto, según las malas lenguas) Notario del lugar.
Fue por eso que Doña Mariquita Colores Viuda de Romero, de Espinoza y de Campomanes (había tenido tres maridos, acaudalados los tres, de los que había heredado una cuantiosísima fortuna) decidió poner en manos del “prestigioso”, “probo” e “íntegro” Lic. Almanza la administración de su fortuna.
Y la fortuna, como era de esperarse, fue creciendo; se compraba una fastuosa mansión cuyo propietario anduviera en apuros económicos; se vendía algún terreno devaluado a algún incauto desconocedor del negocio; se ayudaba, por instrucciones de Doña Mariquita, a los menesterosos ya que ella era muy inclinada a ejercer “obras de caridad” aunque el licenciado reformó un poco esa generosa costumbre con una ligera variante que consistía en hacerlo mediante préstamos por los que cobraba jugosos intereses y, para cuidar la imagen, se hacían donativos -más esporádicos y publicitados que cuantiosos- a instituciones de beneficencia.
Los honorarios del Lic. Al-tranza… ¡perdón! Almanza eran, por decisión de Doña Mariquita y a pesar de la “resistencia” de su eficiente administrador, incrementados con frecuencia, dada la dedicación y habilidad con la que éste manejaba su hacienda.
Todo marchaba sobre ruedas, pero, como sucede siempre, la felicidad no resultó duradera. Los achaques propios de la edad de doña Mariquita fueron cobrando fuerza; los tres matrimonios y demás acontecimientos de su vida habían transcurrido a través de numerosos lustros y sus achaques degeneraron,. de ligeras molestias a incómodos malestares y desembocaron en graves padecimientos que la tendieron en cama.
Cuando Doña Mariquita, con ese sentido práctico que rigió toda su vida, sintió que su fin se aproximaba, mandó llamar a su fiel administrador con la indicación de llevar con él a su hermano el señor Notario para, ante ellos, hacer su testamento.
Acudieron ambos, presurosos, solícitos y compungidos y Doña Mariquita, que nunca había tenido hijos, pensó, en su lecho de muerte, en quienes carecían de la mano protectora de unos padres por lo que, resumiendo su última voluntad en una sola frase, expresó.
— Quiero que… toda mi fortuna… —el esfuerzo dificultaba su respiración— vaya a parar… a manos… de los huérfanos pobres.
Las fuerzas parecieron abandonarla y su cabeza descansó sobre la almohada.
Ambos hermanos, sin perder un instante, con la premura del caso, redactaron, siguiendo estrictamente la voluntad de Doña Mariquita, el testamento solicitado, el que presentaron diligentes a la ya agonizante mujer.
Ésta dio un rápido vistazo al documento, tomó la pluma que le ofrecían, firmó con mano lenta y, como si con esa firma hubiese agotado su último aliento, expiró.
Durante el sepelio, la presencia de los hermanos Almanza era la imagen viva del dolor, atendiendo a los asistentes con cortesía y esmero, no faltando quienes les dieran el pésame por el sentido deceso.
Terminada la ceremonia luctuosa, ambos hermanos regresaron a la casa de la difunta para disponer lo que fuera necesario para avocarse al cumplimiento de aquella su última voluntad.
—Fue un alma buena y generosa hasta el último momento—comentó con la mirada brillante (¿por las lagrimas contenidas?) uno de ellos.
—Una mujer ejemplar—contestó el otro.
—A propósito—preguntó el primero sin que la pregunta, a pesar del preámbulo, viniera al caso—¿Cómo te va en tus negocios?
—No tan bien como yo quisiera ¿y a ti?—regresó la pregunta.
—Igual, no tan bien como yo esperaba.
—O sea que… somos pobres—fue la lógica deducción de aquel breve diálogo.
—Así es. Pese a nuestra dedicación y entrega al trabajo—fue la respuesta dada con una sutil mirada de mutuo entendimiento y una velada sonrisa de complicidad mientras encogían los hombros en un ademán resignado.
Hubo una larga pausa en la que parecieron hundirse en profundas reflexiones.
—Por cierto—preguntó el primero—¿Cuánto hace que murieron nuestros padres? ¿Lo recuerdas?
—¿Cómo olvidarlo? Pocos meses de diferencia entre la muerte de uno y otro.
El brillo en la mirada iluminó sus ojos (¿nuevamente las lágrimas pugnaban por salir?)
—Es decir, hermano…- apuntó el primero
—… que somos huérfanos…- completó el segundo
— y… ¡somos pobres!. – concluyeron los dos.
—¡HUÉRFANOS Y POBRES!— repitieron con incontenible euforia.
Y cumpliendo, "al pie de la letra", la última voluntad de la difunta Doña Mariquita, se repartieron la herencia |