El olvido ha sido algo que me ha molestado desde la infancia, mi madre ha tenido que ver en eso sin siquiera sospecharlo.
Recuerdo una tarde fría con unos pocos años en la piel, llevaba entre las manos un ramo pesado de crisantemos, apenas podía con esas flores que, ahora creo, no eran tantas, es sabido que cuando somos niños todo es más grande o más lejos. Crisantemos blancos y amarillos me tapaban casi toda la visión, sólo podía ver un bolso colgando del hombro de mi madre que yo seguía de manera fiel. “Es acá” susurraba de pronto arrebatándome, con la emoción, las flores y vi un nicho viejo, carcomida la piedra por los años, un nombre ilegible junto a una cruz tallada, el marrón rodeándolo todo, un recuerdo completamente marrón salvo por las flores. “Acá está mi abuela, Melina” decía mi madre con los ojos tristes, envuelta ella en quién sabe qué imágenes, mientras se esforzaba para que los crisantemos embellecieran un poco esa angustia que no sé si estaba fuera o dentro de mí.
Ahí, en ese instante, la palabra olvido atravesó mi pensamiento y se instaló para siempre. Mamá era el único contacto con esa abuela, con ese pasado que se cernía oscuro de ausencias y de rostros. Mamá era el enlace entre sus muertos y yo. Cuando ella se fuera quién se acordaría de sus muertos, quién sería capaz de describir la sonrisa de ese nombre borroso que alguna vez fue mujer, madre, hermana, abuela, hija. Qué quedaba de su voz, de sus gestos, de su perfume… Nada, sólo sensaciones en la cabeza de mi madre que se perderían con ella. Supe que no quería eso para los míos.
Así comenzó mi batalla en contra del olvido, en un cementerio al que jamás volví pero que a pesar de todo vive en mi memoria en un recuerdo marrón, en la palabra “crisantemos” porque, sin darme cuenta, les he puesto palabras a mis ausentes o los he identificado con objetos cotidianos.
Cuando alguien dice “jazmines” por ejemplo, me llega mi abuela; es inevitable que se aparezca con un florero verde, adornando la casa año tras año para las navidades.
Con los caramelos de anís se presenta mi abuelo con un pantalón azul, los bolsillos llenos de papeles multicolores.
Con la palabra “barrilete” llega mi padre, con “luna” mi madre, con “chocolate” mis hermanos.
Grandes amigos viven en “belleza”, “calidez”, “maravilla” y “gris”.
Mi hija puebla la palabra “mariposa”, en “casa de horneros” me recibe una prima que se durmió una noche envuelta en silencio, en “vías” o “tren” una amiga que se quedó en el pasado.
Así es siempre.
De esta manera voy por la vida ligera de equipaje pero en compañía de todos, y es tan maravilloso pensar que los míos respiran en las palabras como creer que alguna vez yo pueda habitar la palabra “melancolía”.
Por eso, si en algún momento se cuela una palabra extraña y se plasma, descolgada y sin sentido, en mitad de mis textos, no crean que será por error: suele ocurrir que a los míos les encante estar presentes.
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